miércoles, 22 de diciembre de 2010

MIS DESEOS PARA DOSMILONCE

Deseo que en dosmilonce encontremos gustito y amor por todas y cada una de las partes de nuestro cuerpo, incluyendo aquéllas que ahorita nos provocan caras frente al espejo y que hacen que nos entrapujemos para esconderlas. Deseo que en dosmilonce encontremos humor en todo, hasta en lo que parezca inapropiado encontrarlo...sí: pela la verga cuán serio sea. Deseo que en dosmilonce siempre tengamos fe; sobre todo en esos momentos en que tenerla parezca estúpido o ingenuo. Deseo que en dosmilonce sintamos inagotable libertad para expresarnos de cualquier forma que nos dé la gana, desde cómo nos vestimos hasta cómo hablamos; cómo cortamos la lechuga o de qué colores nos rodeamos y cómo apretamos los dientes (o los deditos de los pies) durante el sexo...¡que seamos nosotros mismos sin pena! Deseo que en dosmilonce avancemos - siempre avancemos - pero sepamos distinguir tanto el ritmo adecuado para cada uno como la dirección que nos toca, porque cada quien tiene su propio camino y “el adelante” no siempre nos queda enfrente; además, que no nos dé miedo sentarnos un ratito a descansar o a llorar, porque hacerlo también es parte de la jornada. Nos deseo en dosmilonce conciencia constante de nuestra conexión a ese algo más grande, sin importar qué tan desconectados nos sintamos unos de otros. Deseo que en dosmilonce aprendamos a decir "te amo" y "te quiero" sólo porque es la verdad, sin que nos importe ni un poquito la respuesta que pueda o no venir. Deseo que en dosmilonce vengan muchos momentos de feliz soledad, otros de deliciosa compañía y algunos también de divertida comunidad, siempre en la dosis en que cada cual se sienta correcta y segura. Deseo que en dosmilonce sepamos distinguir quiénes y cuáles son nuestras fuentes de apoyo y que seamos lo suficientemente humildes para saber cuándo necesitamos avocarnos a ellas y, sobre todo, que tengamos los huevos para decir “vos, ayudame, por fa”. Deseo que en dosmilonce nos abunde la inteligencia para saber cuándo nos toca ser el aprendiz y cuándo nos toca ser el maestro y cuándo somos todos sólo compañeros, y que sepamos asumir ese rol, en ese rato específico, con toda la enjundia que se requiera. Deseo que en dosmilonce encontremos fuerza y seguridad para marcar nuestros límites – ante todos, incluyendo familia y amigos – con la suficiente claridad y amor (decir “comé mierda” sí se vale) y que, al manifestarnos de la forma que sea, seamos escuchados y obtengamos respuestas significativas y que también estemos abiertos a escuchar a los demás y respetar sus límites. Nos deseo en dosmilonce gratitud por todo lo que tenemos y huevos, muchos huevos para apretarnos las botas y aventurarnos por fin a explorar ese territorio desconocido que hace mucho queremos conocer, porque en lo nuevo es donde es más factible encontrar nuestra libertad y crecimiento.

domingo, 19 de diciembre de 2010

NO TENGO DINERO, NI NADA QUÉ DAR

NOTA PREVIA: ESTE CUENTO FUE ESCRITO PARA LA EDICIÓN NAVIDEÑA DEL MAGACIN DE SIGLO VEINTIUNO. LA PUBLICACION, LIGERAMENTE EDITADA, PUEDEN ENCONTRARLA EN ESTE LINK: http://www.sigloxxi.com/vida.php?id=25981 y http://www.sigloxxi.com/magacin.php?id=25831. En el tercer párrafo del cuento publicado, en lugar de "2", debería leerse "27".

A CONTINUACION PRESENTO MI VERSIÓN ORIGINAL:


¡Qué lindo! Santa Clós también usa Flammejor apaga el radio de su taxi destartalado. Entre ese y el anuncio de B&B, Ludbim ya está a riata. Suspira recio. Ya son las once de la noche y anda dando vueltas desde las siete y media. Nadie se ha querido subir con él. Sospecha que el estado de su carro da desconfianza: maldita ventana que no tiene pisto para arreglar. Tiene las manos negras de mugre de motor y huele a sudor mezclado con grasa de cara; el carro apesta a humedad y la calle a humo de cohete y de canchinflín, que, aunque prohibidos, no hay año en que no atraviesen silbando el patio de algún vecino indignado por el peligro de incendio. Con la ventana abierta se oyen intermitentes los PUM de algún cohete suelto, de algún tronador; ve a los hermanos grandes prendiéndole volcancitos a los hermanos chiquitos y escucha a uno que otro güiro llorando por la mano quemada. Este año sólo le alcanzó para comprarle a sus hijos un par de paquetes de estrellitas y una ametralladora corta para las doce.

Se imagina el tamal que lo espera en casa y le truenan las tripas, pero se acuerda que Ruby todavía le debe esos cinco tamales a doña Mencha y el hambre se le mezcla con ira, de esa que siente justo en la boca del estómago. Fue feo pegarle en nochebuena, pero al menos le dio sólo con el cincho y no con el puño. Ganado se lo tenía: ya demasiadas veces le ha dicho que no quiere que se esté endeudando por muladas de esas que siempre le encuentra escondidas en la gaveta, cremas de Avón o chucherías para los niños.

Los tres patojos ya llevan varios días pidiéndole un arbolito de navidad, pero si consigue plata no será para eso sino para los útiles. Ellos sí tienen que estudiar para que cuando tengan veintisiete, como él, no anden mendigando suelditos de donde puedan. Suena el celular. Es Ruby. Se parquea en una esquina oscura y contesta. Miamor, ¿ya va a venir? No sea así, hombre, venga a la casa. Ya son casi las doce. Ahorita ya no va a conseguir clientes y los patojos están va de preguntar por usté. El Dixon llore y llore. Véngase. Ya les expliqué que no van a haber regalos, lo que quieren es estar con usté quemando estrellitas. Perdóneme por lo de los tamales, pero esos no los debo: doña Mencha los regaló. Ludbim cuelga y, al tirar el celular en el asiento del copiloto, piensa en los anuncios del periódico, esos con celulares de cuatro mil quetzales. CUATRO MIL QUETZALES POR UN TELÉFONO. Arranca otra vez y se atraviesa para la Roosevelt.

Se acuerda que en la mañana el hijo grande del vecino estaba con Dixon, viendo juguetes en el periódico. El ishto caquero ese y su hermano llevan días hablando de Santa Clós. Dixon siempre se queda callado. Ludbim jala mocos. Desde lejos una señora agringada cargando bolsas le hace señas para que pare. Ludbim para y nota que es más joven de lo que pensó pero está algo arrugada, como la gente blanca; habla con acento extranjero. Le pide que la lleve rápidito a donde va, que no queda muy lejos. Súbase, son cincuenta. La mujer dice estar muy feliz por haberlo encontrado, que temía no llegar a la casa a donde la invitaron a pasar las doce porque se le hizo tarde comprando regalos y no conoce esa zona. Estei taxi es un bendicion navidenio, un regalo del senior. No para de hablar de nacimientos, de foquitos en la calle. A Ludbim le dan ganas de agarrarla a cinchazos como a Ruby cuando no se calla, pero de todas formas no va poniendo atención: no se le sale de la cabeza el carrito ese rojo que Dixon miraba en el periódico con expresión de adulto. Aquí, aquí es, don, muchos, muchos gracias, feliz navida ustei y familia, dice la gringa mientras se baja del carro. Parada al lado de la ventana, saca de la cartera ciento cincuenta quetzales y, así, de la nada, se los da completos. Dios lo bendeiga, repite, moviendo la cabeza y sonriendo con sus bolsas de regalos.

Son las doce menos veinte y Ludbim decide irse a la casa. Sonríe levemente. En la entrada del barrio hay todavía un puesto abierto donde venden juguetes y adornos. Da gracias al niño Jesús por la suerte y le compra una muñeca rubia a Esther, un pick up de plástico amarillo a Dixon y un conejo verde al Edi. Se lleva un arbolito miniatura con foquitos de colores y, para él y para Ruby, compra un gorro de Santa Clós con barba y lucitas rojas incrustadas en el peluche blanco. Hace mucho no sentía caliente el pecho, como no fuera por un enojo. Paga con orgullo y todavía le queda algo de plata. Pasa entonces a una tienda y pide una ametralladora grande; ya no hay, pero compra dos medianas y un cigarro. En el camino le dan las doce y empieza la tronadera. Mete un cacho más el acelerador. Desde la esquina espera ver a Ruby con los niños abrazándose afuera, pero su luz está apagada. Con el gorro puesto iluminándole las cejas y la barba algodonosa cubriendo su cara grasienta ve a los hijos del vecino destapando en la calle unas cajas casi tan grandes como ellos. Ahí con ellos está Dixon viéndolos callado y adentro, sobre el piso con pino de esa otra casa, están Ruby y la vecina, brindando con un vaso en la mano. Ludbim ve los regalos que lleva, ni siquiera empacados y su árbol de plástico le parece más falso y más enano que hace unos minutos. Sin que su familia lo note, su taxi tuerto vira en u. Parqueado en la misma esquina de hace un rato, llora desconsolado, como no hacía desde niño y se promete que el otro año será distinto. Pero no lo será.

viernes, 3 de diciembre de 2010

LA DESPEDIDA

El ángel había llorado, pero se veía tranquilo. Yo no quería llorar, pero sabía que era inevitable que esas lágrimas que venían mojándome las tripas desde varios días antes, salieran a limpiar eso sucio que siempre dejan las despedidas. La parte de atrás de la cabeza del ángel, justo sobre su nuca, palpitaba de forma extraña. Supuse que le dolía. Se me ocurrió que ese era, tal vez, el llamado de Dios.

El ángel abrió las puertas del enorme armario turquesa que yo siempre había querido ver completo por dentro y nunca había podido. Abiertas las puertas, sin embargo, no podía ver sino lo que el ángel deseaba mostrarme. Eso siempre fue así con el ángel y me tomó tiempo acostumbrarme. Me percaté que, en algún momento, el que hubiera secretos había dejado de lastimarme. En eso también ya era, por fin, un hombre.

De una gaveta fue sacando, una por una, las imágenes de los mejores momentos que pasamos juntos. Volví a vivir – siendo testigo desde fuera, pero al mismo tiempo sintiendo en ellas mi presencia – muchas veces en que el ángel me salvó; presencié otra vez abrazos, lágrimas, carcajadas, lecciones importantes que ya había olvidado. Todos esos recuerdos, carentes extrañamente de sonido, todavía se movían cuando el ángel los iba doblando para meterlos en su maleta, uno sobre otro. Algunos los enrollaba, para que cupieran.

De una hermosa caja redonda de cuero sacó un frasco de vidrio transparente con tapa de papel. En el frasco había palabras, de él hacia mí y de mí hacia él. Esas no las había olvidado. Me dijo el ángel que las palabras siempre quedan guardadas donde uno quiera y aunque uno no esté consciente, se tatúan en el corazón. Cuando el ángel fue sacando las palabras del frasco para envolverlas entre plástico de burbujas, sentí cómo el reflejo de cada una se movía dentro de mí, feliz de sentirse vivo. Cada palabra estaba separada, pero al mismo tiempo era parte de una frase. Las frases se encadenaban unas con otras, sabias ellas, y hacían que el interior de la maleta fuera brillando cada vez más. Cuando no resistí la tentación de reventar una de las burbujitas del plástico me dijo ¡Tate quieto, cerote!, riéndose con ojos de mamá regañona.

Cerró la maleta y se limpió el agua de los ojos. Ya me había dejado ver suficiente. Me abrazó; sentí caliente la espalda, que me tronó delicioso sin que siquiera me apretara. Dio un paso para atrás y me di cuenta que su maleta se había vuelto muy chiquita. No pude verle las alas, pero supe cuando las abrió. Noté sus botas rojas nuevas. Las quise. ¡Te espero allá! me grito mientras se elevaba. Sentí mucho frío.

Ya estaba solo otra vez, pero no era la misma sensación de soledad que me estrujaba el pecho antes de conocer al ángel. Me senté en el suelo porque las piernas se me aguadaron. Lloré un buen rato, en silencio, como lloran los treintones. De pronto, a lo lejos (o tal vez adentro mío) escuché a Lila Downs cantando. Sonreí y me paré. Mis bolsillos estaban llenos de dinero y tenía puestas las botas rojas. Puta – pensé – otra vez el ángel me salvó.


(escrito en 2009 a un amigo que ya no es, pero que sí lo fue, y mucho)