martes, 28 de septiembre de 2010

NUESTROS SUFRIMIENTOS SON CARICIAS BONDADOSAS DE DIOS, DIJO LA MADRE TERESA

Esta última vez que Juan Manuel le pegó, el escándalo fue tal y la golpiza tan grosera que los vecinos escucharon y llamaron a la policía. Y la policía, que nunca entiende este tipo de cosas, se lo llevó. Martha, obvio, no fue a interponer denuncia, pero desde ese día no ha sabido nada suyo. Y de eso hace ya casi tres semanas. Por lo menos todavía tiene un ojo morado a medio abrir y le quedan un labio partido y un diente flojo. Entonces, al verse al espejo siente su presencia, siente el apretón de sus brazos morenos y lampiños y le agradece tanto, tanto amor. Cuando se le caiga el diente, piensa, lo va a guardar en la cajita de música que le regaló, para verlo siempre que lo extrañe y recordar cómo él, además de su papá, ha sido el único hombre suficientemente hombre para ponerla en su lugar, como se merece. Ojalá regrese, piensa Martha con un dolor en el pecho, mientras se juega el diente con la lengua. Ojalá regrese; y esta vez sí voy a portarme bien.

domingo, 26 de septiembre de 2010

EASY OVEN (cuento de Jacinta Escudos)

Se pone los guantes de plástico. Se pone el mandil. Toma el frasco amarillo y la brochita, se arrodilla frente a la puerta del horno abierto, mete la brocha adentro del frasco y sale untado de un espeso líquido color beige.

Ella mete medio cuerpo dentro del horno y pasa la brocha por la pared del fondo. La experiencia le dice que debe empezar por la pared del fondo. Antes untaba todas las paredes del horno con aquella pasta y ella misma salía untada y la sustancia quemaba, le dejaba un rastro rojizo en la piel. Ahora lo hace pared por pared y comienza con la del fondo. Luego hará la de la izquierda, después la de la derecha. Por último la puerta y el vidrio del horno.

Está metida ahí, dentro del horno virtualmente. La diminuta luz encendida le hace sentir como un minero en un oscuro túnel. Piensa en la oscuridad adentro de las minas. La oscuridad de la profundidad del horno. Recuerda a los canarios que llevan al fondo de las minas pues son los primeros en morirse en caso de alguna fuga de gas. Piensa que debe meter al canario allí adentro con ella, por si acaso.

Saca el cuerpo y unta más pasta en la brocha. Vuelve a entrar.

Piensa en el tedio. Piensa en ello porque es lo que la hace sentir aquel pequeño lugar, aquella posición incómoda. La certeza de esa tarea que no le entusiasma demasiado pero que simplemente debe hacer. Nadie más en la casa lo haría. Por un momento se queda sin mover el brazo. Nada más viendo las paredes laterales. Suciedad. Manteca vieja, pegajosa y oscura. Piensa en los animales que gustan de vivir en los hornos. Las cucarachas aman esos rastros de grasa vieja y los ratones el mullido fondo aislante de las cocinas, los cuales ellos destruyen y acomodan para hacer sus nidos. Cada quien necesita un hogar, dulce, hogar.

Sale, se sienta sobre sus talones, suspira.

No le gusta hacer aquello. Pero tiene que hacerlo. Le parece un fastidio eso de la limpieza del hogar, algo casi sin sentido. Le toma semanas limpiar todos los mosquiteros de las ventanas, y limpiar los vidrios, los azulejos de los baños, de la cocina, los inodoros, lavar la ropa (en realidad sólo meterla en la lavadora y colgarla luego), regar las plantas, pulir las maderas de los muebles, sacudir los libros. Y cuando termina la ronda, hay que volver a comenzar, porque los mosquiteros que limpió al comienzo, ya están sucios de nuevo, un par de semanas después. Y todo vuelve a comenzar tan idénticamente como siempre.

Hacía aquellas cosas un poco en automático (ahora se mete de nuevo al horno, con un paño para quitar la pasta). Eran los pocos momentos que tenía para estar consigo misma, para pensar, para escucharse. Por eso lo hacía cuando todos estaban fuera, el marido en la oficina, los chicos en el colegio. La doméstica era de medio tiempo y llegaba sólo por las tardes y hacía lo peor, la limpieza del suelo, planchar, barrer el jardín y la entrada.

Ahora se imagina arqueóloga, quitando la tierra de algún mural egipcio; así de oscuros deben ser también los túneles dentro de los monumentos de los faraones. Se miraba con la brochita limpiando el polvo de miles de años, y aparecería su foto en la National Geographic, ella, con la brocha en la mano, iluminándose por una pequeña linterna, descubriendo algo que la humanidad desconocía sobre los egipcios antiguos.

Dobla el trapo con que limpió la pared del fondo y lo pone a un lado. Comienza con la pared de la izquierda.

Sylvia Plath. El horno. El gas fugándose debajo de la puerta que ella previsoramente había cubierto con unas toallas para que sus hijos no se dieran cuenta que ella estaba suicidándose. Los niños dormían. Estaría arrodillada como ella adentro del horno. Aspirando el gas.

Detiene la brocha. Trata de imaginarse el momento en que encontraron el cadáver. También tiene la fachada de una calle londinense en su cabeza (o por lo menos eso cree, a eso se parece esa imaginación que tiene en su cabeza, porque ella nunca ha estado en Londres, pero la ha visto tantas veces en películas…)

Leyó aquella biografía de la Plath hace años, pero no olvida ese pequeño detalle de las toallas y los niños dormidos.

Vuelve a sentarse sobre los tobillos y otro suspiro. Apenas va por la mitad. Vuelve a entrar.

Mientras limpia se pregunta qué pasa con la comida ahí dentro. ¿De dónde sale toda esa grasa pegajosa en las paredes? ¿Estallan las cosas ahí adentro? ¿Quién dejó las paredes del horno así? ¿El cerdo, el pollo, los panecillos, los postres?

Vuelve a pensar en la Plath. Se la imagina limpiando su horno. ¿Habrá tenido así la idea de hacerlo, justo como está ella en ese instante? ¿Cuántas veces lo habrá pensado y aplazado y vuelto a pensar?

Recuerda imágenes de películas. Pero las películas siempre nos malinforman. Siempre los salvan en el último minuto, a los suicidas, que ya están desmayados adentro del horno. Nadie salvo a la Plath. Ella no era una película.

Va con la pared de la derecha.

Recuerda haber leído en el periódico, hace algunos años, que una mujer se suicidó con su gato. Se metió al horno con el gato. Los encontraron muertos a los dos. Debe haber sido en Francia, los franceses aman a los gatos, pero en realidad no lo recuerda. Se reprocha a sí misma no haber cortado aquella nota del periódico.

A ella le gustó la noticia, el detalle del gato. Pensó que ella haría lo mismo. Se suicidaría con su gato. La muerta debe haberle hablado al gato, debe haberle explicado lo que iban a hacer. El gato accedió, porque si no, no se hubiera dejado meter tan serenamente adentro del horno. Imagina al gato y a la mujer con una expresión tranquila, casi puede ver al gato sonriente (el gato debe haber sido uno de esos gatos rayados y amarillos, gordo de tan mimado, y ella, una cincuentona solitaria, sin mayores atributos o inteligencia, capaz de hacer un formidable pastel de manzana, pero incapaz ya a su edad de seducir a un hombre.)

En realidad ella imagina a la mujer arrodillada frente al horno, y al gato amarillo, también arrodillado junto a ella, con su cabeza y sus patas metidas en el horno. Los dos hincados, uno junto al otro, esperando la muerte. Visión imposible.

Sale del horno y se para un rato. La posición le causa dolor en las piernas. Camina hacia el tendedero, toca la ropa colgada. Ya está seca, pero terminará el horno primero.

Abre la refrigeradora. La cierra.

Siempre hace eso. Abrir la refrigeradora, ver lo que hay ahí, volver a cerrar. Lo hace sin ningún motivo en particular. Nada más para ver.

A veces tiene sed, y quiere tomar algo especial, algo diferente, y sabe que adentro de la refrigeradora no existe aquello para colmar su antojo, pero de todos modos, ella abre y mira. Y cierra.

Bebe un poco de agua. Enjuaga el trapo. Se vuelve a arrodillar.

La oscuridad interior. Los agujeros por donde sube el calor. Abajo se enciende el fuego. Ella siempre le tuvo horror a los hornos. Una vez, cuando niña, se quemó las cejas porque el gas hizo una burbuja de aire que explotó en el justo momento en que ella tenía el fósforo encendido en la mano.

Este horno le gusta. Tiene un agujerito, y hay que meter el fósforo adentro, y el fuego está abajo. Ella siempre es precavida con los hornos desde aquel incidente. Como cuando pica chiles picantes. Cuando va a meter el tenedor y el cuchillo, aparta la cara. O cierra los ojos. Ya le ha pasado más de una vez, que al pinchar un chile, salta una gota directo a sus ojos.

Nada más la puerta y termina.

Unta la pasta. Se sienta sobre los tobillos a esperar los minutos necesarios para que actúe la pasta antes de retirarla. La próxima vez comprará el spray, quizás sea menos afanoso. Pero untar la pasta con la brocha…ella se imagina pintando un cuadro, pintando muchos cuadros y preparando su próxima exposición y hasta escucha todos los “uhhhs” y “ahhhs” de admiración por su obra y las entrevistas en los periódicos y la televisión y los viajes que haría con todo aquel dinero que ganaría, un yate en el Mediterráneo, todas las ciudades importantes, Cannes, Montecarlo. Se codearía con los famosos. Compraría una casita en Marsella, con vista al mar, y rodeada de palmeras. Y pintaría viendo el mar.

Mira adentro del horno. Está limpio, reluciente. Casi brilla. Como en los comerciales. Pero ella se siente asquerosa. Ha sudado como un cerdo limpiando aquello y hace un calor execrable y siente que ahora ella tiene la grasa pegajosa y oscura pegada al cuerpo. Las modelos de los comerciales salen sonrientes, limpias y perfectamente peinadas desde las profundidades del horno recién limpiado. A pesar de los cuidados, ella tiene grasa hasta en las narices.

Limpia la puerta. Termina. Está cansada.

Piensa que dejará el horno abierto un par de horas, para que se disipe el olor de la pasta limpiadora. Ahora se sienta en el suelo. Mira el horno limpio. Se mete a examinarlo. Está realmente limpio. Le gusta la limpieza. Le fastidia la suciedad y el desorden. Nadie le pide que limpie el horno, pero ella tiene que hacerlo. Su marido seguramente jamás ha visto el horno por dentro. Mucho menos sabría si está limpio o sucio. Pero ella no se siente tranquila cuando sabe que hay algo sucio en casa. Por eso dedica tantas horas a limpiar las cosas que a la doméstica jamás se le ocurrirían si ella no se lo indicara. Y, además, no lo haría tan concienzudamente, con tanto fervor en los detalles, en la pulcritud absoluta, como lo hace ella.

Se siente orgullosa de su trabajo. Siempre es una lata hacerlo. Pero siempre siente esa satisfacción. Le produce una sensación especial limpiar algo. Quitar tierra o grasa o basura y encontrar la superficie limpia, bruñida, desinfectada.

Se pregunta sobre la postura. ¿Cómo colocarse adentro del horno? ¿Arrodillada? ¿Y la cabeza? ¿La recostaría contra la rejilla?

Recuerda. Ha lavado la rejilla antes de comenzar. Está secándose en el tendedero. Va a traerla. La coloca en sus ranuras. Observa un rato.

Decide sacarla y bajarla un nivel.

Se arrodilla y reclina la cabeza sobre su lado derecho, encima de la rejilla. ¿Y los brazos? ¿Qué hacer con los brazos? Los mete adentro del horno también.

Es extraño. A pesar de ser una posición físicamente incómoda, siente una gran sensación de paz ahí adentro del horno.

Se queda así varios minutos. Con los ojos abiertos, pero sin enfocar la vista en nada. Piensa en la Plath adentro. Estaría en esa misma posición. Piensa en la cincuentona y el gato. Ella estaría volteada sobre su lado izquierdo. No sabe por qué, se lo imagina así. Sale y se acomoda para ponerse en la posición de la suicida del gato. Piensa en el gato. Obediente y fiel. Debe haber sido un horno más grande que el que ella tiene para acomodar también a un gato amarillo y rechoncho.

Se está tan bien así, en el horno, que podría quedarse dormida. Un largo y plácido sueño. Como esas siestas que a veces se permite a media mañana y de las cuales le perturba tanto despertar.

Saca el brazo derecho y busca la perilla del gas del horno.

La gira. Sólo por curiosidad. Para saber cómo huele, cómo son los primeros efectos.

De la escritora salvadoreña Jacinta Escudos; contenido en su libro "felicidad doméstica & otras cosas aterradoras", publicado por Editorial X en mayo de 2002. Jacinta Escudos fue galardonada con el Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” en 2003, por su novela "A-B-Sudario" (A quien le interese, se la presto). Para conocer más sobre Jacinta Escudos pueden acceder a http://filmica.com/jacintaescudos/. Su nuevo libro de cuentos, "Crónicas para Sentimentales" fue lanzado en julio por FG Editores

domingo, 19 de septiembre de 2010

SI NO TE HUBIERAS IDO

Tengo la sensación de recién haber abierto los ojos bajo el agua.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro.

Todo está azul. Floto.

Veo hacia abajo y ahí está mi mano, abierta a medias como la de Cristo resucitado, en un charco de sangre.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Amarillo como el domingo aquél en que bajo el sol nos topamos en Chichicastenango y me vio y lo vi y me dijo me llamo Joaquín y decidimos caminar juntos y le mostré la iglesia con sus santos vestidos con telas típicas y terciopelo y le mostré mi puesto favorito, el de los güipiles de seda. Todo era de colores. Todo es de colores. Ahí estamos otra vez; ahora mismo está ocurriendo. Huelo su sudor. Le beso la axila. Siento la piel de su mejilla recién rasurada rozando mi muslo.

Todo está negro.

Todo está blanco.

Negro.

Rojo. Rojo como cuando Joaquín me dijo te amo y me vio fijamente a los ojos y yo supe que era verdad, tan verdad como cuando le respondí en silencio, con un beso salado de lágrimas; los dos con barba, la suya de meses, la mía de días. Ahí estamos, abrazados. Pero yo aquí estoy, también, encima mío y de mi charco. Y floto.

Negro.

Verde. Verde como la grama de nuestra casa en San Lucas. Estamos jugando con Punteleste, el chucho que adoptamos. Nos revolcamos en la grama y nos cagamos de la risa y nos besamos y nos hablamos y me cuenta otra vez de su vieja que murió cuando era niño y del padre que siempre quiso conocer. Ahora comemos pasta sentados en la grama y así, agachado, le veo la panza que antes no tenía. Y lo amo. Y se lo digo. Y me tira y me besa, con Punteleste encima de nosotros, moviendo la cola casi con la misma excitación con que yo le bajo a Joaquín el pantalón.

Negro.

Azul. Me paro sobre mí y me veo iluminado por el azul, con los ojos muy abiertos y la lengua casi de fuera.

Negro.

Amarillo, como cuando le dio hepatitis y lo cuidé y se puso flaquito, flaquito y estuvimos solos casi tres semanas, yo mostrándole las películas que él no había visto y que yo quería que viera; él, atento y receptivo a mis opiniones, a mis tonterías, a mis carcajadas y yo a su medicina y a sus ojos y a su dieta y a su sonrisa de dientes torcidos. Aquí estamos mi Joaquín y yo; pero él en realidad no está y yo no estoy sino que floto.

Negro y se oye negro y en la oscuridad siento el charco de sangre apestosa a metal expandirse bajo mi cuerpo tirado en el suelo.

Blanco, como su camisa de ese día, con la que se veía tan guapo; y aquí vamos en el carro y un hombre en moto se nos atraviesa y yo freno de súbito para no atropellarlo y de pronto llegan otros tres cabrones, tres hijueputas que me piden las llaves del carro y yo digo coman mierda y le pegan a mi Joaquín una patada que lo deja tirado de dolor y a mí nada y le gritan maricón y a mí nada y me quitan las llaves del carro y mi celular y se montan al carro y el que no se ha montado todavía se ríe y le grita a Joaquín canche hueco y escucho el disparo y lo veo ahí, sin poder hacer nada, encharcarse como me encharco yo ahora, pero yo porque quise y él, por nada. Y a mí, nada. Eso fue hace cuatro meses, pero también es ahora. Sigue ocurriendo.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro y me veo hace media hora encender los foquitos del chiribisco que no sé bien para qué adorné (para sufrir más, tal vez) y tomo el cuchillo y me siento en nuestra mecedora y me dibujo una zanja dolorosa en las muñecas, vertical, como debe hacerse para que sí funcione y siento lo caliente y me mareo y me veo a mí mismo escaparme por las heridas a buscar a mi Joaquín.

Todo está azul.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Suenan los cohetes. Ya son las doce.

Y suena el teléfono. Sé que es ella, mi mamá, llamando para ver cómo estoy. Sólo lo sé. Y yo aquí, encima mío pero tirado al lado del arbolito de bombas rojas porque no quiero vivir sin él; mi cuerpo iluminado intermitentemente por foquitos que cambian de color. Pobre mi madre: me cagué en su navidad.

Todo está negro y el teléfono sigue y sigue también el árbol. Rojo. Negro. Verde. Negro. Azul. Negro. Amarillo. Negro. Blanco.


martes, 14 de septiembre de 2010

ALGO QUE HACE HERVIR MI PIEL, ME HACE DESVARIAR Y ME DOMINA

Cincuenta y siete minutos lleva Aura Marina esperando que la atiendan en la sucursal de la Empresa Eléctrica de Mega Centro. Eso, más las casi dos horas que le tomo el viajecito en dos camionetas, ya la tienen bastante malhumorada (“como la gran puta”, diría la propia Aura Marina), aunque al menos está sentada. Pero el culo dormido y caliente también es incómodo, aunque no lo sea tanto como tener los pies entumecidos y palpitantes, que de todas formas también le duelen por los taconazos amarillos que ya no se le ven tan nuevos. Se los estrenó hace algunos meses, para la fiesta de Katterin, su hija mayor. No le queda mucho tiempo: en un rato comienza su turno en el hospital.


Una gota de sudor le baja desde el fleco y le acaricia la oreja de enorme arete morado. Se la seca con dos dedos, que le quedan mojados. Se los limpia en el pantalón de lona. Cualquiera que la ve la percibe, acertadamente, como una de esas tantas mujeres vulgarmente arregladas que huelen a perfume de rosas. Es guapa, todavía, pese a estar empezando los cuarenta. La piel morena, jamás ceniza, es de un tono un poco más oscuro que lo que el guatemalteco promedio considera bonito y nunca tuvo la excusa de decir que de chiquita fue canche, para sentirse un poco más fina; entonces, nunca se sintió fina. Mejor, porque nunca lo ha sido y su mamá siempre fue muy clara en hacérselo saber. Los labios fucsia no logran esconder la preocupación. Su mamá ya lleva tres días enferma del asma y el buen dinero extra que se ganó hace unos meses ya se acabó, por los quince años de la nena. La humedad de la casa está peor que nunca por culpa de las lluvias y mudarse a otra parte es imposible ahorita, sin pisto. Tienen un nebulizador que compraron usado y funciona bien, pero con la luz cortada, no sirve de nada y bañarse con agua fría tampoco le cae bien a la señora. Aura Marina respira fuerte por la rabia y hace como que no ve que la mujer de al lado la está viendo con desprecio, para que haga menos bulla. Ve hacia abajo y se da cuenta que sus propios tacones están llenos de lodo. Maldita colonia. Maldito hijueputa. Maldito trabajo. Maldita vida de mierda.


Odia pasar la vergüenza de venir otra vez a la Empresa Eléctrica a hacer un convenio de pago y que le reconecten la luz pagando sólo la factura vencida, para la que logró conseguir algo de pisto. Pero todavía debe el colegio de las hijas. Y la renta. Y a la señora que vende verduras en la esquina. Y la carne. Y al doctor que llega a ver a su mamá cuando está muy mala. Y el pan. Y su pantalón de lona. Y, y, y... y su número es el siguiente. Noventa y siete ge-posición doce, suena la voz robótica femenina.


Aura Marina va y se sienta enfrente de la señora de la posición doce, la mismaque una vez, hace poco, le negó el convenio de pago porque no permiten hacerlos tan seguido. Esta vez no se lo niega y Aura Marina, que ya sabe el trámite, por supuesto, con recibo en mano se dirige al banco a pagar, rogando que no haya mucha cola. Pero sí que la hay. Siente hambre y se acuerda de lo deliciosa que estuvo la comida de la fiesta de Katterin, de lo rico que sintió tener plata para eso y para mucho más, aunque sea por un tiempo, incluyendo sus tacones amarillos. En un parpadeo lo decide: va a llamar a Josué, que lleva semanas ofreciéndole un trabajito como el de la vez pasada. Cuando llega a la caja, Aura Marina ya está sonriendo tranquila. Sabe que Josué le pagará bien por sacar a otro recién nacido del hospital, que, de todos modos no cuesta nada porque nadie se fija y nadie investiga después. Y sabe, además, que ese niño, cuya cara preferirá no ver, crecerá mejor con los gringos pistudos que lo quieren adoptar que con la madre que no pudo parir sino entre la mugre del hospital público. Después de todo, piensa, es algo bueno. Tan bueno como que mañana ya tendrá otra vez luz en su casa y las cuatro podrán bañarse con agüita caliente.