miércoles, 22 de diciembre de 2010

MIS DESEOS PARA DOSMILONCE

Deseo que en dosmilonce encontremos gustito y amor por todas y cada una de las partes de nuestro cuerpo, incluyendo aquéllas que ahorita nos provocan caras frente al espejo y que hacen que nos entrapujemos para esconderlas. Deseo que en dosmilonce encontremos humor en todo, hasta en lo que parezca inapropiado encontrarlo...sí: pela la verga cuán serio sea. Deseo que en dosmilonce siempre tengamos fe; sobre todo en esos momentos en que tenerla parezca estúpido o ingenuo. Deseo que en dosmilonce sintamos inagotable libertad para expresarnos de cualquier forma que nos dé la gana, desde cómo nos vestimos hasta cómo hablamos; cómo cortamos la lechuga o de qué colores nos rodeamos y cómo apretamos los dientes (o los deditos de los pies) durante el sexo...¡que seamos nosotros mismos sin pena! Deseo que en dosmilonce avancemos - siempre avancemos - pero sepamos distinguir tanto el ritmo adecuado para cada uno como la dirección que nos toca, porque cada quien tiene su propio camino y “el adelante” no siempre nos queda enfrente; además, que no nos dé miedo sentarnos un ratito a descansar o a llorar, porque hacerlo también es parte de la jornada. Nos deseo en dosmilonce conciencia constante de nuestra conexión a ese algo más grande, sin importar qué tan desconectados nos sintamos unos de otros. Deseo que en dosmilonce aprendamos a decir "te amo" y "te quiero" sólo porque es la verdad, sin que nos importe ni un poquito la respuesta que pueda o no venir. Deseo que en dosmilonce vengan muchos momentos de feliz soledad, otros de deliciosa compañía y algunos también de divertida comunidad, siempre en la dosis en que cada cual se sienta correcta y segura. Deseo que en dosmilonce sepamos distinguir quiénes y cuáles son nuestras fuentes de apoyo y que seamos lo suficientemente humildes para saber cuándo necesitamos avocarnos a ellas y, sobre todo, que tengamos los huevos para decir “vos, ayudame, por fa”. Deseo que en dosmilonce nos abunde la inteligencia para saber cuándo nos toca ser el aprendiz y cuándo nos toca ser el maestro y cuándo somos todos sólo compañeros, y que sepamos asumir ese rol, en ese rato específico, con toda la enjundia que se requiera. Deseo que en dosmilonce encontremos fuerza y seguridad para marcar nuestros límites – ante todos, incluyendo familia y amigos – con la suficiente claridad y amor (decir “comé mierda” sí se vale) y que, al manifestarnos de la forma que sea, seamos escuchados y obtengamos respuestas significativas y que también estemos abiertos a escuchar a los demás y respetar sus límites. Nos deseo en dosmilonce gratitud por todo lo que tenemos y huevos, muchos huevos para apretarnos las botas y aventurarnos por fin a explorar ese territorio desconocido que hace mucho queremos conocer, porque en lo nuevo es donde es más factible encontrar nuestra libertad y crecimiento.

domingo, 19 de diciembre de 2010

NO TENGO DINERO, NI NADA QUÉ DAR

NOTA PREVIA: ESTE CUENTO FUE ESCRITO PARA LA EDICIÓN NAVIDEÑA DEL MAGACIN DE SIGLO VEINTIUNO. LA PUBLICACION, LIGERAMENTE EDITADA, PUEDEN ENCONTRARLA EN ESTE LINK: http://www.sigloxxi.com/vida.php?id=25981 y http://www.sigloxxi.com/magacin.php?id=25831. En el tercer párrafo del cuento publicado, en lugar de "2", debería leerse "27".

A CONTINUACION PRESENTO MI VERSIÓN ORIGINAL:


¡Qué lindo! Santa Clós también usa Flammejor apaga el radio de su taxi destartalado. Entre ese y el anuncio de B&B, Ludbim ya está a riata. Suspira recio. Ya son las once de la noche y anda dando vueltas desde las siete y media. Nadie se ha querido subir con él. Sospecha que el estado de su carro da desconfianza: maldita ventana que no tiene pisto para arreglar. Tiene las manos negras de mugre de motor y huele a sudor mezclado con grasa de cara; el carro apesta a humedad y la calle a humo de cohete y de canchinflín, que, aunque prohibidos, no hay año en que no atraviesen silbando el patio de algún vecino indignado por el peligro de incendio. Con la ventana abierta se oyen intermitentes los PUM de algún cohete suelto, de algún tronador; ve a los hermanos grandes prendiéndole volcancitos a los hermanos chiquitos y escucha a uno que otro güiro llorando por la mano quemada. Este año sólo le alcanzó para comprarle a sus hijos un par de paquetes de estrellitas y una ametralladora corta para las doce.

Se imagina el tamal que lo espera en casa y le truenan las tripas, pero se acuerda que Ruby todavía le debe esos cinco tamales a doña Mencha y el hambre se le mezcla con ira, de esa que siente justo en la boca del estómago. Fue feo pegarle en nochebuena, pero al menos le dio sólo con el cincho y no con el puño. Ganado se lo tenía: ya demasiadas veces le ha dicho que no quiere que se esté endeudando por muladas de esas que siempre le encuentra escondidas en la gaveta, cremas de Avón o chucherías para los niños.

Los tres patojos ya llevan varios días pidiéndole un arbolito de navidad, pero si consigue plata no será para eso sino para los útiles. Ellos sí tienen que estudiar para que cuando tengan veintisiete, como él, no anden mendigando suelditos de donde puedan. Suena el celular. Es Ruby. Se parquea en una esquina oscura y contesta. Miamor, ¿ya va a venir? No sea así, hombre, venga a la casa. Ya son casi las doce. Ahorita ya no va a conseguir clientes y los patojos están va de preguntar por usté. El Dixon llore y llore. Véngase. Ya les expliqué que no van a haber regalos, lo que quieren es estar con usté quemando estrellitas. Perdóneme por lo de los tamales, pero esos no los debo: doña Mencha los regaló. Ludbim cuelga y, al tirar el celular en el asiento del copiloto, piensa en los anuncios del periódico, esos con celulares de cuatro mil quetzales. CUATRO MIL QUETZALES POR UN TELÉFONO. Arranca otra vez y se atraviesa para la Roosevelt.

Se acuerda que en la mañana el hijo grande del vecino estaba con Dixon, viendo juguetes en el periódico. El ishto caquero ese y su hermano llevan días hablando de Santa Clós. Dixon siempre se queda callado. Ludbim jala mocos. Desde lejos una señora agringada cargando bolsas le hace señas para que pare. Ludbim para y nota que es más joven de lo que pensó pero está algo arrugada, como la gente blanca; habla con acento extranjero. Le pide que la lleve rápidito a donde va, que no queda muy lejos. Súbase, son cincuenta. La mujer dice estar muy feliz por haberlo encontrado, que temía no llegar a la casa a donde la invitaron a pasar las doce porque se le hizo tarde comprando regalos y no conoce esa zona. Estei taxi es un bendicion navidenio, un regalo del senior. No para de hablar de nacimientos, de foquitos en la calle. A Ludbim le dan ganas de agarrarla a cinchazos como a Ruby cuando no se calla, pero de todas formas no va poniendo atención: no se le sale de la cabeza el carrito ese rojo que Dixon miraba en el periódico con expresión de adulto. Aquí, aquí es, don, muchos, muchos gracias, feliz navida ustei y familia, dice la gringa mientras se baja del carro. Parada al lado de la ventana, saca de la cartera ciento cincuenta quetzales y, así, de la nada, se los da completos. Dios lo bendeiga, repite, moviendo la cabeza y sonriendo con sus bolsas de regalos.

Son las doce menos veinte y Ludbim decide irse a la casa. Sonríe levemente. En la entrada del barrio hay todavía un puesto abierto donde venden juguetes y adornos. Da gracias al niño Jesús por la suerte y le compra una muñeca rubia a Esther, un pick up de plástico amarillo a Dixon y un conejo verde al Edi. Se lleva un arbolito miniatura con foquitos de colores y, para él y para Ruby, compra un gorro de Santa Clós con barba y lucitas rojas incrustadas en el peluche blanco. Hace mucho no sentía caliente el pecho, como no fuera por un enojo. Paga con orgullo y todavía le queda algo de plata. Pasa entonces a una tienda y pide una ametralladora grande; ya no hay, pero compra dos medianas y un cigarro. En el camino le dan las doce y empieza la tronadera. Mete un cacho más el acelerador. Desde la esquina espera ver a Ruby con los niños abrazándose afuera, pero su luz está apagada. Con el gorro puesto iluminándole las cejas y la barba algodonosa cubriendo su cara grasienta ve a los hijos del vecino destapando en la calle unas cajas casi tan grandes como ellos. Ahí con ellos está Dixon viéndolos callado y adentro, sobre el piso con pino de esa otra casa, están Ruby y la vecina, brindando con un vaso en la mano. Ludbim ve los regalos que lleva, ni siquiera empacados y su árbol de plástico le parece más falso y más enano que hace unos minutos. Sin que su familia lo note, su taxi tuerto vira en u. Parqueado en la misma esquina de hace un rato, llora desconsolado, como no hacía desde niño y se promete que el otro año será distinto. Pero no lo será.

viernes, 3 de diciembre de 2010

LA DESPEDIDA

El ángel había llorado, pero se veía tranquilo. Yo no quería llorar, pero sabía que era inevitable que esas lágrimas que venían mojándome las tripas desde varios días antes, salieran a limpiar eso sucio que siempre dejan las despedidas. La parte de atrás de la cabeza del ángel, justo sobre su nuca, palpitaba de forma extraña. Supuse que le dolía. Se me ocurrió que ese era, tal vez, el llamado de Dios.

El ángel abrió las puertas del enorme armario turquesa que yo siempre había querido ver completo por dentro y nunca había podido. Abiertas las puertas, sin embargo, no podía ver sino lo que el ángel deseaba mostrarme. Eso siempre fue así con el ángel y me tomó tiempo acostumbrarme. Me percaté que, en algún momento, el que hubiera secretos había dejado de lastimarme. En eso también ya era, por fin, un hombre.

De una gaveta fue sacando, una por una, las imágenes de los mejores momentos que pasamos juntos. Volví a vivir – siendo testigo desde fuera, pero al mismo tiempo sintiendo en ellas mi presencia – muchas veces en que el ángel me salvó; presencié otra vez abrazos, lágrimas, carcajadas, lecciones importantes que ya había olvidado. Todos esos recuerdos, carentes extrañamente de sonido, todavía se movían cuando el ángel los iba doblando para meterlos en su maleta, uno sobre otro. Algunos los enrollaba, para que cupieran.

De una hermosa caja redonda de cuero sacó un frasco de vidrio transparente con tapa de papel. En el frasco había palabras, de él hacia mí y de mí hacia él. Esas no las había olvidado. Me dijo el ángel que las palabras siempre quedan guardadas donde uno quiera y aunque uno no esté consciente, se tatúan en el corazón. Cuando el ángel fue sacando las palabras del frasco para envolverlas entre plástico de burbujas, sentí cómo el reflejo de cada una se movía dentro de mí, feliz de sentirse vivo. Cada palabra estaba separada, pero al mismo tiempo era parte de una frase. Las frases se encadenaban unas con otras, sabias ellas, y hacían que el interior de la maleta fuera brillando cada vez más. Cuando no resistí la tentación de reventar una de las burbujitas del plástico me dijo ¡Tate quieto, cerote!, riéndose con ojos de mamá regañona.

Cerró la maleta y se limpió el agua de los ojos. Ya me había dejado ver suficiente. Me abrazó; sentí caliente la espalda, que me tronó delicioso sin que siquiera me apretara. Dio un paso para atrás y me di cuenta que su maleta se había vuelto muy chiquita. No pude verle las alas, pero supe cuando las abrió. Noté sus botas rojas nuevas. Las quise. ¡Te espero allá! me grito mientras se elevaba. Sentí mucho frío.

Ya estaba solo otra vez, pero no era la misma sensación de soledad que me estrujaba el pecho antes de conocer al ángel. Me senté en el suelo porque las piernas se me aguadaron. Lloré un buen rato, en silencio, como lloran los treintones. De pronto, a lo lejos (o tal vez adentro mío) escuché a Lila Downs cantando. Sonreí y me paré. Mis bolsillos estaban llenos de dinero y tenía puestas las botas rojas. Puta – pensé – otra vez el ángel me salvó.


(escrito en 2009 a un amigo que ya no es, pero que sí lo fue, y mucho)

miércoles, 17 de noviembre de 2010

PENSAMIENTO DOMINGUERO

Sí: Tal vez estaba deprimido. Veía con cierta envidia al perro de su hermano, que no tenía reparos en mendigar desvergonzadamente el afecto que necesitaba. Si él pudiera hacer eso, ir de mano en mano, insistir de persona en persona, tal vez encontraría a alguien que lo tratara con ternura. Como una madre, sin ser su madre. Mierda. De verdad se sentía solo.

Le dolía un poco el cuello; no sabía por qué. Tenía ganas de ir al cine. Pero qué hueva. ¿A quién llamar? No es que le faltaran amigos. No dudaba del amor genuino que mucha gente sentía hacia él. Incluso, de un tiempo para acá, no dudaba que la cuestionable imagen que todavía veía en el espejo podía despertar la lujuria de más de algun caminante de este mundo que, en esta tarde somnolienta de domingo, le resultaba por demás pesado.

Pero nada de eso es lo que quería. ¿Y qué putas quería? Era extraño, no podía describirlo con palabras, pero la necesidad era tan fuerte, tan inconfundible. La carencia era cada vez más grande, el vacío cada vez más negro. Y su vida, sin embargo, parecía digna de envidia. Se sentía mal por quejarse. ¿Era feliz? Sabía que debía serlo...pero eso no era un sí.

En fin, mejor dormir para no pensar. Total, una siesta en domingo por la tarde es lo más normal del mundo. Lo triste es que se durmió para poder soñar con abrazar a alguien que le abrazara de vuelta. Por muchas semanas esa idea había sido la única que le provocaba una erección.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

ESA OSCURA CAJITA DE PLACER


Justo a las diez cuarenta y cinco del lunes, la amargura y el mal humor de tener que estar limpiando debajo de las camas sin que nadie jamás le dijera gracias – o lo notara siquiera – se transformó en horror al descubrir una caja de zapatos extrañamente colocada debajo de la cama de José Manuel, su hijo de dieciséis años. La misteriosa caja no estaba allí el mes pasado, cuando había dado el último pasón de aspiradora debajo de las camas de los patojos. Cada mes doña Gabriela hacía el sobrehumano esfuerzo de hacer limpieza en todos los lugares en que a Victorina, la empleada de tres veces por semana, nunca se le ocurría, ni por milagro, que pudiera haber mugre.

El corazón se le salía del pecho y le apretujaba la garganta mientras, agachada en su falda y sus tacones de cinco pulgadas, estiraba el brazo para sacarla de ahí. Ya sentada en la cama de José Manuel y sudando por los nervios, con la caja en el regazo, se preguntaba a sí misma cuál era la mejor forma de proceder. En general, era una esposa y madre moderna, completa partidaria de respetar la privacidad de su marido y sus hijos. Normalmente, nunca se le habría ocurrido entrar al cuarto de los patojos para espulgar en qué andaban. El descubrimiento de la caja había sido completa casualidad. Varios pensamientos ordenados le cruzaban por la mente. No debo abrirla, debo respetar. Pero…¿y si son drogas? ¿Y si mi José Manuel está fumando marihuana o metiéndose mierdas? Mi gordo siempre ha sido curioso y atrevido. Con lágrimas en los ojos se reprochaba que, con la excusa de respetar los procesos naturales de la adolescencia del segundo de sus tres hijos, había estado mucho menos comprometida con sus obligaciones como mamá responsable.

Abrió la caja, convencida de su derecho de hacerlo. El miedo a la noción de las drogas se convirtió en un miedo diferente cuando descubrió el contenido de la caja: tres DVDs cuyos títulos sugerían una posibilidad que nunca se le había cruzado por la cabeza. Bajito, muy bajito, tal vez porque no quería ni oírlo ella misma, dijo ¡Santo Dios! Mi gordo es maricón.

Inmediatamente se paró y, con una patada, regresó la caja al lugar donde la había encontrado. Cerró la puerta y, jadeando, se fue corriendo a la cocina. Tal vez porque la negación es muy poderosa o porque casi cuatro meses sin sexo lo son más, la tristeza y la vergüenza de tener un hijo maricón fueron sustituidos – al menos de momento – por la deliciosa humedad que le trajeron las imágenes que había alcanzado a ver en las portadas de las películas: hombres guapísimos (italianos, parecían…y cuánto le gustaban los italianos…), musculosos, velludos algunos, con un trozo que se prometía descomunal. Mi hijo viendo hombres y yo con un marido que no me toca ni por chingar, pensó.

Trató de seguir limpiando sin pensar mucho en que su hijo, seguro, se tocaba viendo a otros hombres que deberían ser para ella, no para él. Pero la idea de ver a esos tipos grandes, lujuriosos, llenos de deseo sexual – tan distintos de su marido – le causaba prurito en los muslos y cosquilleo en los senos. No la dejaba limpiar en paz. A las doce del mediodía no pudo más. Ya era hora de cocinar pero no importaba. Más tarde pediría Pollo Campero para toda la familia. De momento, prefirió violar la intimidad de su hijo para saciar la suya propia, tan carente hasta ese momento de atención. Con la misma prisa que un adolescente, insertó una de las películas en el aparato y disfrutó quince minutos de tratar a su cuerpo cual parque de diversiones, viendo hombres como los que siempre deseó pero nunca tuvo. Sólo quince minutos duró en esas, porque la explosión de placer que para ese entonces ya casi no recordaba, llegó en apenas ese lapso de tiempo.

Mientras ponía la caja otra vez en su lugar, sonriendo de tener tan útil herramienta a la mano – herramienta toda llena de carne masculina; toda vacía de otras mujeres y carente de la panza y los pedos del marido – agradeció a José Manuel por su cajita de placer, que ahora sería el secreto de ambos. Después de todo, no tenía nada de malo tener un hijo con quién salir a comprar zapatos.

miércoles, 27 de octubre de 2010

TU CARCEL (DE BOLSOS Y OTROS ARTICULOS DE PRIMERA NECESIDAD)

Abre su bolso nuevo - grande, carísimo y morado que combina perfectamente con sus zapatos carísimos y morados - y saca las pastillas que le quitan el dolor de cabeza provocado por el dolor de estómago que le causan las pastillas para adelgazar. Odia el malestar físico y el humor cambiante que le da su coctel matutino de pastillas, una para cada cosa que no le gusta de sí misma. Pero ni modo: prioridades son prioridades. Tiene veintisiete años, pelo perfecto (además de perfectamente teñido) y una cara hermosa de ojos miel que, si se presta atención, detrás del aparente exceso de seguridad, brillan por el acumulamiento de lágrimas de tristeza reprimida, atrapadas todas, quizá, en el nudo en la garganta con que se acostumbró a vivir. No durmió bien anoche. Era miércoles, o sea día de salir al lugar donde se debe ir los miércoles, si no a pescar marido - eso está resultando difícil - al menos a que la gente que importa la vea sonreír sin que parezca trágico no tener marido. Regresó casi a las cuatro con su teoría confirmada de que odia a las mujeres, de que es imposible llevarse bien con una, porque todas le tienen envidia (o despiertan su envidia, aunque esta noción se queda convenientemente escondida bajo la alfombra de sus ideas).

Abre otra vez su bolso y saca los cigarros. Le da un poco de asco fumar por la mañana, pero igual siente el impulso de hacerlo. Anoche fumó y bebió demasiado mientras su mejor amigo – que lo es prácticamente por default – se encerró casi una hora con otro chavo en el baño del lugar de los miércoles. Mientras tanto, sola, trató de charlar y sonreír frente a frente con casi todos, sin que alguien le pidiera el teléfono. Fumando, le da un poco de asco lo que hizo su amigo. Lo hace casi siempre que sale. Ella sólo ha tenido sexo con dos hombres y nunca ha hecho el amor con ninguno. Uno fue su ex novio, con quien lo único que disfrutaba al abrir las piernas era la idea de un futuro seguro. El otro, su amante casado, con quien disfrutaba, al menos, la sensación de lo prohibido. Originalmente el novio perdonó su indiscreción de algunos meses con el casado. Luego, alentado por la esposa del ex amante, reconsideró su postura y decidió oficialmente ser su ex. Así que pasó, como todos los hombres de su vida, a la lista de exes: ex papá, ex novio, ex amante...Futuro ex amigo.

Abre su bolso y saca el espejo. Se retoca el maquillaje. Se ve a sí misma verdaderamente horrible. Todo está gordo: los cachetes, la nariz, la papada. En el pequeño espejo no se ven sus brazos ni sus piernas ni su barriga, pero igual siente la asquerosa gordura apretarse contra su pantalón talla cuatro. Aparentemente de nada han servido las tres liposucciones ni las dos puestas de Botox. Aunque claro, sin ellas todavía sería la gorda solitaria de la secundaria. Ahora es la solitaria que se siente gorda. Se mira en el espejo y no encuentra nada. Ni lo que fue, ni lo que es, ni lo que quiere ser. Le da escalofrío una inexplicable sensación de encierro. No se da cuenta de que el bolso y las pastillas y los cigarros y el amigo gay y el espejo y el marido que no llega y el maquillaje y las lipos y la mensualidad del carro son una cárcel que cada día la vuelve más infeliz. Cadena perpetua, seguramente.

miércoles, 20 de octubre de 2010

OH, YES, I’M A GREAT PRETENDER


Tres y media de la mañana. Su amorcito acaba de llamarle, muy cariñoso (y todavía más borracho), diciéndole que le quiere mucho y que en un rato llega a casa, que está con sus amigos pasándola muy bien y recordándole a cada momento; le dice que quisiera que estuvieran juntos. Mientras se asoma a la ventana a ver si viene algún carro, pasa frente al espejo grande de la sala; no puede evitar quedarse viendo su propia imagen. ¡Ala gran puta, cómo me he engordado!, dice otra vez. Lo ha dicho varias veces ese día, tratando de aceptarlo y restarle importancia, pese a la cara de aflicción que precede siempre a un suspiro. Cuatro menos cinco. Vueltas en la cama. Aunque se quedó en casa por voluntad propia para dormir a gusto – su amorcito sí le había invitado a salir con sus amigos – no ha logrado dormir casi nada. El miedo de siempre. Lo imagina haciéndole ojitos a alguien, esos ojitos de borrachito coqueto que le parecen tan adorables cuando no son para alguien más. Cuatro y media de la mañana. Trata de dominar la ansiedad. Si me quedé aquí, fue para estar en soledad, para poder descansar, porque le tengo confianza. Porque le tengo confianza... Tengo que aprender a tenerle confianza. Ya me pidió perdón. Lo imagina susurrándole a alguien al oído “me gustás mucho, vamos al baño”. Cinco menos cuarto. Le gana la ansiedad. Marca su número. Suena. Sí hay señal. Su amorcito no contesta. Tal vez no escuchó. No pasa nada. Le tengo confianza. Cinco y veinte. Abre los ojos. Durmió al menos un ratito. Respira profundo. Cinco y media. Le palpita fuerte el corazón. Vuelve a marcar el número de su amorcito. ¿Aló? “Hola, mi amor lindo”, dice su amorcito, en una voz de borracho tan borracho que casi no se entiende. ¿Dónde estás? “Pasé comiendo pizza con la mara, ya voy para allá, amor. Te quiero mucho, ¿oíste?”. Se vuelve a acostar. Trata de dormir. Ya viene para acá, gracias a Dios. Vueltas en la cama. Se levanta al oír un carro. No era el nuestro. Qué raro, dijo que ya no tardaba. Seis y cuarto. Su amorcito no llega todavía. Qué desconsiderado. Reprime lágrimas de rabia y preocupación. Sonaba muy bolo. ¿Y si se fue a hacer mierda? ¿Lo llamo otra vez? Mejor no, se puede enojar. Lo van a chingar sus amigos, van a pensar que soy psycho. Ya no debe tardar. Vueltas en la cama. Va al baño. Se sienta casi 20 minutos en el inodoro sin que salga nada. Regresa al cuarto y se acuesta. Vueltas en la cama. Lo imagina gimiendo, besando a alguien más. Vueltas en la cama. Oye pasar otro carro. No, no es él. Reza una oración rápida porque no le haya pasado nada. Trata de no pensar que la semana pasada le encontró un mensaje sospechoso en el celular. Le duele. Trata de no llorar. Se avergüenza nuevamente de haberle revisado el celular; nunca lo había hecho. Lo imagina gimiendo de placer. Siete y cuarto. Lo oye parquearse. Pretende estar durmiendo. Lo oye entrar directo al baño, desvestirse, lavarse. Se tarda en lavarse. Lo siente acercarse a la cama, acostarse lejos, viendo para el otro lado. Siente el olor a guaro. Pretende no sentir que también hay olor a saliva y a culo. Se levanta al baño. Somata la puerta. Llora en silencio. El borracho ni siquiera vio el papelito sobre su almohada que decía TE AMO con marcador azul fluorescente. O lo vio y no le importó. Sale del baño. “¡Dejá de hacer bulla!”, grita el borracho. Toma la llave del carro, sale al parqueo; abre la puerta. Ve las servilletas arrugadas en el asiento de enfrente. Están dobladas y pegajosas. Toma una, la huele. Semen. Siente que el corazón se le estruja. Llora. Regresa a la casa. No debo pensar mal. Debo tenerle confianza. Tal vez fue uno de los perros de sus amigos. Regresa a la cama. Lo ve dormido, indefenso. Se acerca al oído y le dice muy quedito: Te amo, mango. Perdoname por dudar...nunca me dejés. “¡Shhhhhh!” hace su amorcito, con cara de enojo.

martes, 12 de octubre de 2010

EL RECUENTO DE LOS DAÑOS

Ahora que todo terminó, sé que quizá terminó sin haber de verdad empezado, si es que eso tiene sentido. Todo está como nublado y de momento sólo recuerdo todo lo que él no sabía: No sabía ser amigo, no sabía ser amante, no sabía ser pareja. No sabía besar ni dejarse besar; no sabía abrazar ni recibir un abrazo. No sabía aconsejar ni aceptar consejos. No sabía decir la verdad, pero tampoco era bueno para decir mentiras, aunque las decía mucho y muy seguido. No sabía el verdadero significado de decir te amo y todo lo que eso implica, ni sabía tampoco distinguir cuando lo escuchaba y era verdad. No sabía ahorrar ni apreciar un trabajo. No sabía en realidad cómo realizar por sí sólo el trabajo al que se dedicaba. No sabía estudiar ni disfrutar la lectura, aunque no es que lo intentara, tampoco. No sabía ver cine. Reía y lo disfrutaba, pero no es que supiera de verdad reír. No sabía beber, aunque creía saberlo; pero beber tanto no es saber beber. No sabía disfrutar la comida sin sentirse culpable y enojado después de hacerlo. No sabía acariciar. No sabía bromear. No sabía ser amable ni cortés ni agradecido. No sabía ser considerado ni generoso. No sabía ser sensible. No sabía saludar ni sabía despedirse, menos si era para siempre. No sabía empezar una relación y menos cómo terminarla: empezamos cogiendo, pero eso también fue mi culpa. No sabía ser tierno sin sentirse cursi. No sabía de la importancia de un eufemismo. No sabía ocultar su necesidad de llamar la atención y de sobresalir. No sabía si realmente era especial u ordinario. No sabía llorar ni tampoco recordar sonriendo. No sabía hacer el amor ni sabía tampoco que el sexo es mejor dosificado y no con cualquiera, y que hacerlo con muchos no significa ser más atractivo y de esa forma nos conocimos. Él no sabía que todo lo que no sabía era obvio para algunos, sobre todo para mí. No sabía que no se debe ser cruel después de cagarse en el corazón de alguien. Seguro nunca sabrá, tampoco, que su no saber dejó la marca de un puñetazo tatuado en mi tetilla izquierda. Y duele; duele ahora que todo terminó quizá sin haber de verdad empezado, si es que eso tiene sentido.

martes, 5 de octubre de 2010

CAN´T BUY ME LOVE (O MAGIA NEGRA, FAUSTO Y EL HIERBERITO MODERNO)

Le tomó cinco gallinas – nunca antes había matado ni una sola con sus propias manos –, varios chorros de su propia sangre, un par de quemadas en las yemas de los dedos, seis eyaculaciones (dos de ellas con un gran dildo morado ensartado detrás), tres uñas de los pies autoarrancadas sin piedad, una pata de gatito negro, dos ojos de sapo (¿hace cuánto que no veía sapos en los jardines?) y varios rosarios dichos al revés: un total de casi cuatro horas, incluyendo la búsqueda en internet sobre cómo hacerlo. Pero ya: por fin allí enfrente tenía a Lucifer, tal cual había pretendido con el conjuro. Se había aparecido así nomás, sin mayor alharaca, y eso que se lo había imaginado entrando con rayos azules, así, tipo láser, como con los que cayó el terminator en la lica. Pero qué, si no.

Nada más que el Lucifer de verdad, el de a de veras, no se parecía en nada a los dibujitos de la página que encontró en Google. Ni piel roja, ni escamosa, ni cachos, ni patas de cabra, ni colmillos de pirañita ni ojos de serpiente ni nada de eso...¡un mango resultó el cerote! Estaba desnudo, eso sí, lo que lo ponía un poco nerviosón, cosa rara, luego de seis eyaculaciones y tres dedos todavía palpitantes de dolor, pero con el diablo nunca se sabe...trató de no vérsela, pero no pudo evitarlo: no la tenía ni grande ni chiquita, así, como del tamaño justo; bien bonita, sin circuncisión. Aunque antes del ritual sí había considerado la posibilidad de que Lucifer tuviera forma humana y no la clásica de las caricaturas, pues se lo había imaginado más parecido a Don Ramón que al turco precioso que se anduvo cogiendo hace un tiempo a la Gabriela, al que, por cierto, era sospechosamente parecido... Hmm... Pero bueno, a lo que te truje Chencha, porque alguien tan importante como Lucifer, que igual que la madre, sólo hay uno, no se anda para babosadas. Pero si me quiere coger, me vo’a dejar, pensó. Pues si querés, te cojo, dijo Lucifer sin mover los labios ni cambiar la expresión. Pero eso no entra dentro del precio, sería sólo por placer mutuo. Lucifer le estaba hablando así como por telepatía. ¡Qué chilero, y ni miedo tengo!.

Ya sé qué querés, tengo claro para qué me llamaste, pero igual me gusta que me lo digan, dijo solemnemente Lucifer sin emitir ni un gemido. Se le olvidó, entonces, lo erótico del momento y casi al borde de las lágrimas, le contó sus penas, que casi todas se resumían a lo mismo: no tengo ni un len y te vendo mi alma con tal de hacerme rico y que todos me admiren y me amen y quieran conmigo. Nada nuevo, pensó Lucifer, esta mara no cambia ni con los millones de años, pero pues el negocio es el negocio. Lucifer, entonces, con la paciencia ensayada de los varios meses que llevaba telepatiando el mismo discursito en Centroamérica, le explico las distintas opciones para vender el alma: La entrega al mero final (la menos conveniente, claro); la de pagos parciales (en la que el alma se termina de dar al mero final, pero igual se entrega mensualmente por pedacitos, propios o ajenos, que es lo ventajoso) o la más utilizada: el plan Dorian Gray, que incluye retrato de Manolo Gallardo y toda la cosa (que, aunque el retrato con el tiempo ya debe esconderse donde no lo puede ver nadie, tiene la ventaja de que el arte siempre es una inversión...) Habiendo escogido plan, ya Lucifer le detalló los pormenores: la tasa de interés variable, los parámetros de variación, los cargos por gastos administrativos, la cuota extra por mora, la fecha de corte, la fecha de pago, la capitalización de la deuda. Pero...pero...esas son EXACTAMENTE las mismas condiciones de mi tarjeta de crédito, dijo, la que me tiene bien sembrado. Lucifer sólo sonrió.

martes, 28 de septiembre de 2010

NUESTROS SUFRIMIENTOS SON CARICIAS BONDADOSAS DE DIOS, DIJO LA MADRE TERESA

Esta última vez que Juan Manuel le pegó, el escándalo fue tal y la golpiza tan grosera que los vecinos escucharon y llamaron a la policía. Y la policía, que nunca entiende este tipo de cosas, se lo llevó. Martha, obvio, no fue a interponer denuncia, pero desde ese día no ha sabido nada suyo. Y de eso hace ya casi tres semanas. Por lo menos todavía tiene un ojo morado a medio abrir y le quedan un labio partido y un diente flojo. Entonces, al verse al espejo siente su presencia, siente el apretón de sus brazos morenos y lampiños y le agradece tanto, tanto amor. Cuando se le caiga el diente, piensa, lo va a guardar en la cajita de música que le regaló, para verlo siempre que lo extrañe y recordar cómo él, además de su papá, ha sido el único hombre suficientemente hombre para ponerla en su lugar, como se merece. Ojalá regrese, piensa Martha con un dolor en el pecho, mientras se juega el diente con la lengua. Ojalá regrese; y esta vez sí voy a portarme bien.

domingo, 26 de septiembre de 2010

EASY OVEN (cuento de Jacinta Escudos)

Se pone los guantes de plástico. Se pone el mandil. Toma el frasco amarillo y la brochita, se arrodilla frente a la puerta del horno abierto, mete la brocha adentro del frasco y sale untado de un espeso líquido color beige.

Ella mete medio cuerpo dentro del horno y pasa la brocha por la pared del fondo. La experiencia le dice que debe empezar por la pared del fondo. Antes untaba todas las paredes del horno con aquella pasta y ella misma salía untada y la sustancia quemaba, le dejaba un rastro rojizo en la piel. Ahora lo hace pared por pared y comienza con la del fondo. Luego hará la de la izquierda, después la de la derecha. Por último la puerta y el vidrio del horno.

Está metida ahí, dentro del horno virtualmente. La diminuta luz encendida le hace sentir como un minero en un oscuro túnel. Piensa en la oscuridad adentro de las minas. La oscuridad de la profundidad del horno. Recuerda a los canarios que llevan al fondo de las minas pues son los primeros en morirse en caso de alguna fuga de gas. Piensa que debe meter al canario allí adentro con ella, por si acaso.

Saca el cuerpo y unta más pasta en la brocha. Vuelve a entrar.

Piensa en el tedio. Piensa en ello porque es lo que la hace sentir aquel pequeño lugar, aquella posición incómoda. La certeza de esa tarea que no le entusiasma demasiado pero que simplemente debe hacer. Nadie más en la casa lo haría. Por un momento se queda sin mover el brazo. Nada más viendo las paredes laterales. Suciedad. Manteca vieja, pegajosa y oscura. Piensa en los animales que gustan de vivir en los hornos. Las cucarachas aman esos rastros de grasa vieja y los ratones el mullido fondo aislante de las cocinas, los cuales ellos destruyen y acomodan para hacer sus nidos. Cada quien necesita un hogar, dulce, hogar.

Sale, se sienta sobre sus talones, suspira.

No le gusta hacer aquello. Pero tiene que hacerlo. Le parece un fastidio eso de la limpieza del hogar, algo casi sin sentido. Le toma semanas limpiar todos los mosquiteros de las ventanas, y limpiar los vidrios, los azulejos de los baños, de la cocina, los inodoros, lavar la ropa (en realidad sólo meterla en la lavadora y colgarla luego), regar las plantas, pulir las maderas de los muebles, sacudir los libros. Y cuando termina la ronda, hay que volver a comenzar, porque los mosquiteros que limpió al comienzo, ya están sucios de nuevo, un par de semanas después. Y todo vuelve a comenzar tan idénticamente como siempre.

Hacía aquellas cosas un poco en automático (ahora se mete de nuevo al horno, con un paño para quitar la pasta). Eran los pocos momentos que tenía para estar consigo misma, para pensar, para escucharse. Por eso lo hacía cuando todos estaban fuera, el marido en la oficina, los chicos en el colegio. La doméstica era de medio tiempo y llegaba sólo por las tardes y hacía lo peor, la limpieza del suelo, planchar, barrer el jardín y la entrada.

Ahora se imagina arqueóloga, quitando la tierra de algún mural egipcio; así de oscuros deben ser también los túneles dentro de los monumentos de los faraones. Se miraba con la brochita limpiando el polvo de miles de años, y aparecería su foto en la National Geographic, ella, con la brocha en la mano, iluminándose por una pequeña linterna, descubriendo algo que la humanidad desconocía sobre los egipcios antiguos.

Dobla el trapo con que limpió la pared del fondo y lo pone a un lado. Comienza con la pared de la izquierda.

Sylvia Plath. El horno. El gas fugándose debajo de la puerta que ella previsoramente había cubierto con unas toallas para que sus hijos no se dieran cuenta que ella estaba suicidándose. Los niños dormían. Estaría arrodillada como ella adentro del horno. Aspirando el gas.

Detiene la brocha. Trata de imaginarse el momento en que encontraron el cadáver. También tiene la fachada de una calle londinense en su cabeza (o por lo menos eso cree, a eso se parece esa imaginación que tiene en su cabeza, porque ella nunca ha estado en Londres, pero la ha visto tantas veces en películas…)

Leyó aquella biografía de la Plath hace años, pero no olvida ese pequeño detalle de las toallas y los niños dormidos.

Vuelve a sentarse sobre los tobillos y otro suspiro. Apenas va por la mitad. Vuelve a entrar.

Mientras limpia se pregunta qué pasa con la comida ahí dentro. ¿De dónde sale toda esa grasa pegajosa en las paredes? ¿Estallan las cosas ahí adentro? ¿Quién dejó las paredes del horno así? ¿El cerdo, el pollo, los panecillos, los postres?

Vuelve a pensar en la Plath. Se la imagina limpiando su horno. ¿Habrá tenido así la idea de hacerlo, justo como está ella en ese instante? ¿Cuántas veces lo habrá pensado y aplazado y vuelto a pensar?

Recuerda imágenes de películas. Pero las películas siempre nos malinforman. Siempre los salvan en el último minuto, a los suicidas, que ya están desmayados adentro del horno. Nadie salvo a la Plath. Ella no era una película.

Va con la pared de la derecha.

Recuerda haber leído en el periódico, hace algunos años, que una mujer se suicidó con su gato. Se metió al horno con el gato. Los encontraron muertos a los dos. Debe haber sido en Francia, los franceses aman a los gatos, pero en realidad no lo recuerda. Se reprocha a sí misma no haber cortado aquella nota del periódico.

A ella le gustó la noticia, el detalle del gato. Pensó que ella haría lo mismo. Se suicidaría con su gato. La muerta debe haberle hablado al gato, debe haberle explicado lo que iban a hacer. El gato accedió, porque si no, no se hubiera dejado meter tan serenamente adentro del horno. Imagina al gato y a la mujer con una expresión tranquila, casi puede ver al gato sonriente (el gato debe haber sido uno de esos gatos rayados y amarillos, gordo de tan mimado, y ella, una cincuentona solitaria, sin mayores atributos o inteligencia, capaz de hacer un formidable pastel de manzana, pero incapaz ya a su edad de seducir a un hombre.)

En realidad ella imagina a la mujer arrodillada frente al horno, y al gato amarillo, también arrodillado junto a ella, con su cabeza y sus patas metidas en el horno. Los dos hincados, uno junto al otro, esperando la muerte. Visión imposible.

Sale del horno y se para un rato. La posición le causa dolor en las piernas. Camina hacia el tendedero, toca la ropa colgada. Ya está seca, pero terminará el horno primero.

Abre la refrigeradora. La cierra.

Siempre hace eso. Abrir la refrigeradora, ver lo que hay ahí, volver a cerrar. Lo hace sin ningún motivo en particular. Nada más para ver.

A veces tiene sed, y quiere tomar algo especial, algo diferente, y sabe que adentro de la refrigeradora no existe aquello para colmar su antojo, pero de todos modos, ella abre y mira. Y cierra.

Bebe un poco de agua. Enjuaga el trapo. Se vuelve a arrodillar.

La oscuridad interior. Los agujeros por donde sube el calor. Abajo se enciende el fuego. Ella siempre le tuvo horror a los hornos. Una vez, cuando niña, se quemó las cejas porque el gas hizo una burbuja de aire que explotó en el justo momento en que ella tenía el fósforo encendido en la mano.

Este horno le gusta. Tiene un agujerito, y hay que meter el fósforo adentro, y el fuego está abajo. Ella siempre es precavida con los hornos desde aquel incidente. Como cuando pica chiles picantes. Cuando va a meter el tenedor y el cuchillo, aparta la cara. O cierra los ojos. Ya le ha pasado más de una vez, que al pinchar un chile, salta una gota directo a sus ojos.

Nada más la puerta y termina.

Unta la pasta. Se sienta sobre los tobillos a esperar los minutos necesarios para que actúe la pasta antes de retirarla. La próxima vez comprará el spray, quizás sea menos afanoso. Pero untar la pasta con la brocha…ella se imagina pintando un cuadro, pintando muchos cuadros y preparando su próxima exposición y hasta escucha todos los “uhhhs” y “ahhhs” de admiración por su obra y las entrevistas en los periódicos y la televisión y los viajes que haría con todo aquel dinero que ganaría, un yate en el Mediterráneo, todas las ciudades importantes, Cannes, Montecarlo. Se codearía con los famosos. Compraría una casita en Marsella, con vista al mar, y rodeada de palmeras. Y pintaría viendo el mar.

Mira adentro del horno. Está limpio, reluciente. Casi brilla. Como en los comerciales. Pero ella se siente asquerosa. Ha sudado como un cerdo limpiando aquello y hace un calor execrable y siente que ahora ella tiene la grasa pegajosa y oscura pegada al cuerpo. Las modelos de los comerciales salen sonrientes, limpias y perfectamente peinadas desde las profundidades del horno recién limpiado. A pesar de los cuidados, ella tiene grasa hasta en las narices.

Limpia la puerta. Termina. Está cansada.

Piensa que dejará el horno abierto un par de horas, para que se disipe el olor de la pasta limpiadora. Ahora se sienta en el suelo. Mira el horno limpio. Se mete a examinarlo. Está realmente limpio. Le gusta la limpieza. Le fastidia la suciedad y el desorden. Nadie le pide que limpie el horno, pero ella tiene que hacerlo. Su marido seguramente jamás ha visto el horno por dentro. Mucho menos sabría si está limpio o sucio. Pero ella no se siente tranquila cuando sabe que hay algo sucio en casa. Por eso dedica tantas horas a limpiar las cosas que a la doméstica jamás se le ocurrirían si ella no se lo indicara. Y, además, no lo haría tan concienzudamente, con tanto fervor en los detalles, en la pulcritud absoluta, como lo hace ella.

Se siente orgullosa de su trabajo. Siempre es una lata hacerlo. Pero siempre siente esa satisfacción. Le produce una sensación especial limpiar algo. Quitar tierra o grasa o basura y encontrar la superficie limpia, bruñida, desinfectada.

Se pregunta sobre la postura. ¿Cómo colocarse adentro del horno? ¿Arrodillada? ¿Y la cabeza? ¿La recostaría contra la rejilla?

Recuerda. Ha lavado la rejilla antes de comenzar. Está secándose en el tendedero. Va a traerla. La coloca en sus ranuras. Observa un rato.

Decide sacarla y bajarla un nivel.

Se arrodilla y reclina la cabeza sobre su lado derecho, encima de la rejilla. ¿Y los brazos? ¿Qué hacer con los brazos? Los mete adentro del horno también.

Es extraño. A pesar de ser una posición físicamente incómoda, siente una gran sensación de paz ahí adentro del horno.

Se queda así varios minutos. Con los ojos abiertos, pero sin enfocar la vista en nada. Piensa en la Plath adentro. Estaría en esa misma posición. Piensa en la cincuentona y el gato. Ella estaría volteada sobre su lado izquierdo. No sabe por qué, se lo imagina así. Sale y se acomoda para ponerse en la posición de la suicida del gato. Piensa en el gato. Obediente y fiel. Debe haber sido un horno más grande que el que ella tiene para acomodar también a un gato amarillo y rechoncho.

Se está tan bien así, en el horno, que podría quedarse dormida. Un largo y plácido sueño. Como esas siestas que a veces se permite a media mañana y de las cuales le perturba tanto despertar.

Saca el brazo derecho y busca la perilla del gas del horno.

La gira. Sólo por curiosidad. Para saber cómo huele, cómo son los primeros efectos.

De la escritora salvadoreña Jacinta Escudos; contenido en su libro "felicidad doméstica & otras cosas aterradoras", publicado por Editorial X en mayo de 2002. Jacinta Escudos fue galardonada con el Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” en 2003, por su novela "A-B-Sudario" (A quien le interese, se la presto). Para conocer más sobre Jacinta Escudos pueden acceder a http://filmica.com/jacintaescudos/. Su nuevo libro de cuentos, "Crónicas para Sentimentales" fue lanzado en julio por FG Editores

domingo, 19 de septiembre de 2010

SI NO TE HUBIERAS IDO

Tengo la sensación de recién haber abierto los ojos bajo el agua.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro.

Todo está azul. Floto.

Veo hacia abajo y ahí está mi mano, abierta a medias como la de Cristo resucitado, en un charco de sangre.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Amarillo como el domingo aquél en que bajo el sol nos topamos en Chichicastenango y me vio y lo vi y me dijo me llamo Joaquín y decidimos caminar juntos y le mostré la iglesia con sus santos vestidos con telas típicas y terciopelo y le mostré mi puesto favorito, el de los güipiles de seda. Todo era de colores. Todo es de colores. Ahí estamos otra vez; ahora mismo está ocurriendo. Huelo su sudor. Le beso la axila. Siento la piel de su mejilla recién rasurada rozando mi muslo.

Todo está negro.

Todo está blanco.

Negro.

Rojo. Rojo como cuando Joaquín me dijo te amo y me vio fijamente a los ojos y yo supe que era verdad, tan verdad como cuando le respondí en silencio, con un beso salado de lágrimas; los dos con barba, la suya de meses, la mía de días. Ahí estamos, abrazados. Pero yo aquí estoy, también, encima mío y de mi charco. Y floto.

Negro.

Verde. Verde como la grama de nuestra casa en San Lucas. Estamos jugando con Punteleste, el chucho que adoptamos. Nos revolcamos en la grama y nos cagamos de la risa y nos besamos y nos hablamos y me cuenta otra vez de su vieja que murió cuando era niño y del padre que siempre quiso conocer. Ahora comemos pasta sentados en la grama y así, agachado, le veo la panza que antes no tenía. Y lo amo. Y se lo digo. Y me tira y me besa, con Punteleste encima de nosotros, moviendo la cola casi con la misma excitación con que yo le bajo a Joaquín el pantalón.

Negro.

Azul. Me paro sobre mí y me veo iluminado por el azul, con los ojos muy abiertos y la lengua casi de fuera.

Negro.

Amarillo, como cuando le dio hepatitis y lo cuidé y se puso flaquito, flaquito y estuvimos solos casi tres semanas, yo mostrándole las películas que él no había visto y que yo quería que viera; él, atento y receptivo a mis opiniones, a mis tonterías, a mis carcajadas y yo a su medicina y a sus ojos y a su dieta y a su sonrisa de dientes torcidos. Aquí estamos mi Joaquín y yo; pero él en realidad no está y yo no estoy sino que floto.

Negro y se oye negro y en la oscuridad siento el charco de sangre apestosa a metal expandirse bajo mi cuerpo tirado en el suelo.

Blanco, como su camisa de ese día, con la que se veía tan guapo; y aquí vamos en el carro y un hombre en moto se nos atraviesa y yo freno de súbito para no atropellarlo y de pronto llegan otros tres cabrones, tres hijueputas que me piden las llaves del carro y yo digo coman mierda y le pegan a mi Joaquín una patada que lo deja tirado de dolor y a mí nada y le gritan maricón y a mí nada y me quitan las llaves del carro y mi celular y se montan al carro y el que no se ha montado todavía se ríe y le grita a Joaquín canche hueco y escucho el disparo y lo veo ahí, sin poder hacer nada, encharcarse como me encharco yo ahora, pero yo porque quise y él, por nada. Y a mí, nada. Eso fue hace cuatro meses, pero también es ahora. Sigue ocurriendo.

Todo está negro.

Todo está rojo.

Todo está negro.

Todo está verde.

Todo está negro y me veo hace media hora encender los foquitos del chiribisco que no sé bien para qué adorné (para sufrir más, tal vez) y tomo el cuchillo y me siento en nuestra mecedora y me dibujo una zanja dolorosa en las muñecas, vertical, como debe hacerse para que sí funcione y siento lo caliente y me mareo y me veo a mí mismo escaparme por las heridas a buscar a mi Joaquín.

Todo está azul.

Todo está negro.

Todo está amarillo. Suenan los cohetes. Ya son las doce.

Y suena el teléfono. Sé que es ella, mi mamá, llamando para ver cómo estoy. Sólo lo sé. Y yo aquí, encima mío pero tirado al lado del arbolito de bombas rojas porque no quiero vivir sin él; mi cuerpo iluminado intermitentemente por foquitos que cambian de color. Pobre mi madre: me cagué en su navidad.

Todo está negro y el teléfono sigue y sigue también el árbol. Rojo. Negro. Verde. Negro. Azul. Negro. Amarillo. Negro. Blanco.


martes, 14 de septiembre de 2010

ALGO QUE HACE HERVIR MI PIEL, ME HACE DESVARIAR Y ME DOMINA

Cincuenta y siete minutos lleva Aura Marina esperando que la atiendan en la sucursal de la Empresa Eléctrica de Mega Centro. Eso, más las casi dos horas que le tomo el viajecito en dos camionetas, ya la tienen bastante malhumorada (“como la gran puta”, diría la propia Aura Marina), aunque al menos está sentada. Pero el culo dormido y caliente también es incómodo, aunque no lo sea tanto como tener los pies entumecidos y palpitantes, que de todas formas también le duelen por los taconazos amarillos que ya no se le ven tan nuevos. Se los estrenó hace algunos meses, para la fiesta de Katterin, su hija mayor. No le queda mucho tiempo: en un rato comienza su turno en el hospital.


Una gota de sudor le baja desde el fleco y le acaricia la oreja de enorme arete morado. Se la seca con dos dedos, que le quedan mojados. Se los limpia en el pantalón de lona. Cualquiera que la ve la percibe, acertadamente, como una de esas tantas mujeres vulgarmente arregladas que huelen a perfume de rosas. Es guapa, todavía, pese a estar empezando los cuarenta. La piel morena, jamás ceniza, es de un tono un poco más oscuro que lo que el guatemalteco promedio considera bonito y nunca tuvo la excusa de decir que de chiquita fue canche, para sentirse un poco más fina; entonces, nunca se sintió fina. Mejor, porque nunca lo ha sido y su mamá siempre fue muy clara en hacérselo saber. Los labios fucsia no logran esconder la preocupación. Su mamá ya lleva tres días enferma del asma y el buen dinero extra que se ganó hace unos meses ya se acabó, por los quince años de la nena. La humedad de la casa está peor que nunca por culpa de las lluvias y mudarse a otra parte es imposible ahorita, sin pisto. Tienen un nebulizador que compraron usado y funciona bien, pero con la luz cortada, no sirve de nada y bañarse con agua fría tampoco le cae bien a la señora. Aura Marina respira fuerte por la rabia y hace como que no ve que la mujer de al lado la está viendo con desprecio, para que haga menos bulla. Ve hacia abajo y se da cuenta que sus propios tacones están llenos de lodo. Maldita colonia. Maldito hijueputa. Maldito trabajo. Maldita vida de mierda.


Odia pasar la vergüenza de venir otra vez a la Empresa Eléctrica a hacer un convenio de pago y que le reconecten la luz pagando sólo la factura vencida, para la que logró conseguir algo de pisto. Pero todavía debe el colegio de las hijas. Y la renta. Y a la señora que vende verduras en la esquina. Y la carne. Y al doctor que llega a ver a su mamá cuando está muy mala. Y el pan. Y su pantalón de lona. Y, y, y... y su número es el siguiente. Noventa y siete ge-posición doce, suena la voz robótica femenina.


Aura Marina va y se sienta enfrente de la señora de la posición doce, la mismaque una vez, hace poco, le negó el convenio de pago porque no permiten hacerlos tan seguido. Esta vez no se lo niega y Aura Marina, que ya sabe el trámite, por supuesto, con recibo en mano se dirige al banco a pagar, rogando que no haya mucha cola. Pero sí que la hay. Siente hambre y se acuerda de lo deliciosa que estuvo la comida de la fiesta de Katterin, de lo rico que sintió tener plata para eso y para mucho más, aunque sea por un tiempo, incluyendo sus tacones amarillos. En un parpadeo lo decide: va a llamar a Josué, que lleva semanas ofreciéndole un trabajito como el de la vez pasada. Cuando llega a la caja, Aura Marina ya está sonriendo tranquila. Sabe que Josué le pagará bien por sacar a otro recién nacido del hospital, que, de todos modos no cuesta nada porque nadie se fija y nadie investiga después. Y sabe, además, que ese niño, cuya cara preferirá no ver, crecerá mejor con los gringos pistudos que lo quieren adoptar que con la madre que no pudo parir sino entre la mugre del hospital público. Después de todo, piensa, es algo bueno. Tan bueno como que mañana ya tendrá otra vez luz en su casa y las cuatro podrán bañarse con agüita caliente.

martes, 31 de agosto de 2010

UN MACHO POR NINGUNA PARTE

La luz, blanca y caliente. Silencio absoluto, salvo por la música: algo así como cumbia para elevador. Los labios de Lina se resbalan con firmeza premeditada, casi violencia, desde la mejilla de Angélica hasta su boca. Angélica, por supuesto, no opone resistencia. Sus pezones están tiesos como piedras. Sus lenguas calientes, más mojadas que húmedas, se revuelcan juntas a veces en la trompita de una, a veces en la de otra. Lina siente olor a champú. Angélica, pasiva, sólo se deja querer por esa boca rosa con minifalda negra y hombros al aire.

Un sútil gritito se escucha desde la garganta de Angélica cuando siente un primer beso en el cuello. Se moja, sin calzón. Del abrazo, Lina pasa luego a manosear salvajemente los enormes pechos de Angélica, libres de sostén. Las garras fucsia de Lina contrastan notoriamente con la blancura cremosa de Angélica, la aprietan, la estrujan. Angélica, medio mareada del placer. Sus chiches, todas brillantes de saliva, parecen de ese satín barato color peach de los vestidos de quinceañera.

Los dientes muerden ombligos, las piernas se van abriendo. Las lenguas prometen cuca; las cucas prometen lengua. Gemidos fuertes: cualquiera puede oír. La caricia esencial, el arte de amar, manos de uñas largas que huelen a mar, deliciosamente chiclositas; faldas enroscadas en la cintura. Enormes pelos tisados de tinte barato, sombras azules en los ojos delineados con rímel negro, algo corrido por el sudor. Triángulos púbicos enormes que se traspapelan uno con otro, espaldas que se rascan contra la pared. Besos para futuras pajas anónimas. La cámara captando la fingida fluidez.

¡Corte y queda!, grita el enano del director. ¡Bien, Lina! Ahora chúpale el culo y le metes dos dedos; ¡y chíngale, cabrona, que no tenemos todo el día!.

LA CÓLERA EN TIEMPOS DEL (DES)AMOR

Acostado a oscuras en su cama, con el corazón latiendo muy fuerte y un poco de dolor ya en el antebrazo, sabía que había sido un desperdicio haber amado tanto a esa maldita basura con cuyo recuerdo se estaba masturbando.

domingo, 13 de junio de 2010

CONTAMINAME

Robertío está hincado en el suelo.


Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con sus zapatos negros pulcramente lustrados, como siempre. Robertío está pensando en que, por la posición, las puntas de sus zapatos negros pulcramente lustrados se le van a ensuciar.


El pantalón de lona de Robertío – uno de esos que todavía tienen la cintura donde se supone que está la cintura (y no esas huecadas de ahora con cintura baja, dice siempre Robertío) – está planchado y con quiebres nítidos. Precisamente hoy por la mañana Robertío le preguntó gritando a su mamá ¿acaso ni eso podés hacer bien? Ni modo: quiebres nítidos, aunque a su mamá (como a la mayoría) le parezca que los pantalones de lona se ven tontos así, tan bien planchados.


Los pantalones de lona con quiebre de Robertío están firmemente ceñidos a su cintura por un cincho negro demasiado formal para un pantalón de lona, pero que Robertío se esmera en siempre mantener limpio y sin rayones, con la hebilla muy brillante y sin manchas de dedos. Hoy, sin embargo, el cincho no va a durar mucho ni así de limpio ni así de bien ceñido.


Robertío, que siempre huele a camisa recién planchada y hoy no es la excepción, tiene puesta una camisa celeste demasiado formal para su pantalón de lona con corte pasado de moda. Aunque Robertío, como a diario, se puso desodorante antitranspirante (en spray, del que trae talco), tiene las axilas muy sudadas. Cualquiera en su situación las tendría. Las manchas de sudor se notan mucho, porque Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con las palmas de ambas manos atrás de la cabeza. Atrás de Robertío está parado un tipo con un cuchillo en la mano. La punta del cuchillo, claro, está puesta amenazadoramente sobre la nuca de Robertío. Robertío, entre todo su sudor, piensa en lo mugroso del suelo y en qué putas piensan hacer estos dos choleros asquerosos.


Enfrente de Robertío está parado el otro cholero asqueroso que, hace media hora, primero se le quedo viendo fijamente y luego se acercó a hablarle babosadas y luego le dijo guapo y luego le mostró la pistola que traía escondida entre lo que parecía una masa impulcra de vello púbico y luego, medio a la fuerza, junto con el del cuchillo, lo trajo al cuarto mugroso este y lo pusieron de rodillas con las manos atrás de la cabeza. El hombre de enfrente, con una sonrisa de cholero asqueroso y con las palabras arrastradas emitidas en una voz demasiado afeminada como para provenir de alguien tan peludo, dice: Me la vas a tener que mamar bien rico o te lleva la gran puta, maricón de mierda, mientras con la mano izquierda se pasa la pistola para atrás y con la derecha se baja el zípper lentamente.


A Robertío se le abren los ojos más de la cuenta al ver esa verga enorme, gorda y rodeada de lo que parece un mar de pelo negro, salir de detrás del zipper. Nunca ha visto una tan grande. Sus anteojos de aro dorado se quedaron tirados quién sabe dónde. Su pelo, peinado como niño bueno con mucha – demasiada – gelatina, ya está un poco alborotado, aunque Robertío todavía no se ha dado cuenta. El cholero asqueroso se corre hacia atrás el prepucio y pone la pija en los labios de Robertío, que todavía los tiene apretados. Robertío siente olor a jabón. Menos mal, piensa Robertío, no hay nada peor que la gente sucia.