El ángel había llorado, pero se veía tranquilo. Yo no quería llorar, pero sabía que era inevitable que esas lágrimas que venían mojándome las tripas desde varios días antes, salieran a limpiar eso sucio que siempre dejan las despedidas. La parte de atrás de la cabeza del ángel, justo sobre su nuca, palpitaba de forma extraña. Supuse que le dolía. Se me ocurrió que ese era, tal vez, el llamado de Dios.
El ángel abrió las puertas del enorme armario turquesa que yo siempre había querido ver completo por dentro y nunca había podido. Abiertas las puertas, sin embargo, no podía ver sino lo que el ángel deseaba mostrarme. Eso siempre fue así con el ángel y me tomó tiempo acostumbrarme. Me percaté que, en algún momento, el que hubiera secretos había dejado de lastimarme. En eso también ya era, por fin, un hombre.
De una gaveta fue sacando, una por una, las imágenes de los mejores momentos que pasamos juntos. Volví a vivir – siendo testigo desde fuera, pero al mismo tiempo sintiendo en ellas mi presencia – muchas veces en que el ángel me salvó; presencié otra vez abrazos, lágrimas, carcajadas, lecciones importantes que ya había olvidado. Todos esos recuerdos, carentes extrañamente de sonido, todavía se movían cuando el ángel los iba doblando para meterlos en su maleta, uno sobre otro. Algunos los enrollaba, para que cupieran.
De una hermosa caja redonda de cuero sacó un frasco de vidrio transparente con tapa de papel. En el frasco había palabras, de él hacia mí y de mí hacia él. Esas no las había olvidado. Me dijo el ángel que las palabras siempre quedan guardadas donde uno quiera y aunque uno no esté consciente, se tatúan en el corazón. Cuando el ángel fue sacando las palabras del frasco para envolverlas entre plástico de burbujas, sentí cómo el reflejo de cada una se movía dentro de mí, feliz de sentirse vivo. Cada palabra estaba separada, pero al mismo tiempo era parte de una frase. Las frases se encadenaban unas con otras, sabias ellas, y hacían que el interior de la maleta fuera brillando cada vez más. Cuando no resistí la tentación de reventar una de las burbujitas del plástico me dijo ¡Tate quieto, cerote!, riéndose con ojos de mamá regañona.
Cerró la maleta y se limpió el agua de los ojos. Ya me había dejado ver suficiente. Me abrazó; sentí caliente la espalda, que me tronó delicioso sin que siquiera me apretara. Dio un paso para atrás y me di cuenta que su maleta se había vuelto muy chiquita. No pude verle las alas, pero supe cuando las abrió. Noté sus botas rojas nuevas. Las quise. ¡Te espero allá! me grito mientras se elevaba. Sentí mucho frío.
Ya estaba solo otra vez, pero no era la misma sensación de soledad que me estrujaba el pecho antes de conocer al ángel. Me senté en el suelo porque las piernas se me aguadaron. Lloré un buen rato, en silencio, como lloran los treintones. De pronto, a lo lejos (o tal vez adentro mío) escuché a Lila Downs cantando. Sonreí y me paré. Mis bolsillos estaban llenos de dinero y tenía puestas las botas rojas. Puta – pensé – otra vez el ángel me salvó.
(escrito en 2009 a un amigo que ya no es, pero que sí lo fue, y mucho)
Me gustó pero no me mató como los otros, los dos primeros párafos sentí como si no fueran tuyos, no es tu estilo, no sé como explicarlo. ¡Buena nota la de las botas rojas!
ResponderEliminarsí...cuando escribí este cuento hace casi dos años me gustó porque iba con mucho feeling, pero ahora que lo revisité, ya no tanto...al menos, el principio no tanto, tal como bien decís :)
ResponderEliminarEsto me encantó: "¡Tate quieto, cerote!". Hay un famosísimo cuento sobre un ángel que Mark Twain escribió en el ocaso de su vida, muy obscuro. Yo lo he leído varias veces. Te lo recomiendo, si no lo has leído aún.
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