Cincuenta y siete minutos lleva Aura Marina esperando que la atiendan en la sucursal de la Empresa Eléctrica de Mega Centro. Eso, más las casi dos horas que le tomo el viajecito en dos camionetas, ya la tienen bastante malhumorada (“como la gran puta”, diría la propia Aura Marina), aunque al menos está sentada. Pero el culo dormido y caliente también es incómodo, aunque no lo sea tanto como tener los pies entumecidos y palpitantes, que de todas formas también le duelen por los taconazos amarillos que ya no se le ven tan nuevos. Se los estrenó hace algunos meses, para la fiesta de Katterin, su hija mayor. No le queda mucho tiempo: en un rato comienza su turno en el hospital.
Una gota de sudor le baja desde el fleco y le acaricia la oreja de enorme arete morado. Se la seca con dos dedos, que le quedan mojados. Se los limpia en el pantalón de lona. Cualquiera que la ve la percibe, acertadamente, como una de esas tantas mujeres vulgarmente arregladas que huelen a perfume de rosas. Es guapa, todavía, pese a estar empezando los cuarenta. La piel morena, jamás ceniza, es de un tono un poco más oscuro que lo que el guatemalteco promedio considera bonito y nunca tuvo la excusa de decir que de chiquita fue canche, para sentirse un poco más fina; entonces, nunca se sintió fina. Mejor, porque nunca lo ha sido y su mamá siempre fue muy clara en hacérselo saber. Los labios fucsia no logran esconder la preocupación. Su mamá ya lleva tres días enferma del asma y el buen dinero extra que se ganó hace unos meses ya se acabó, por los quince años de la nena. La humedad de la casa está peor que nunca por culpa de las lluvias y mudarse a otra parte es imposible ahorita, sin pisto. Tienen un nebulizador que compraron usado y funciona bien, pero con la luz cortada, no sirve de nada y bañarse con agua fría tampoco le cae bien a la señora. Aura Marina respira fuerte por la rabia y hace como que no ve que la mujer de al lado la está viendo con desprecio, para que haga menos bulla. Ve hacia abajo y se da cuenta que sus propios tacones están llenos de lodo. Maldita colonia. Maldito hijueputa. Maldito trabajo. Maldita vida de mierda.
Odia pasar la vergüenza de venir otra vez a la Empresa Eléctrica a hacer un convenio de pago y que le reconecten la luz pagando sólo la factura vencida, para la que logró conseguir algo de pisto. Pero todavía debe el colegio de las hijas. Y la renta. Y a la señora que vende verduras en la esquina. Y la carne. Y al doctor que llega a ver a su mamá cuando está muy mala. Y el pan. Y su pantalón de lona. Y, y, y... y su número es el siguiente. Noventa y siete ge-posición doce, suena la voz robótica femenina.
Aura Marina va y se sienta enfrente de la señora de la posición doce, la mismaque una vez, hace poco, le negó el convenio de pago porque no permiten hacerlos tan seguido. Esta vez no se lo niega y Aura Marina, que ya sabe el trámite, por supuesto, con recibo en mano se dirige al banco a pagar, rogando que no haya mucha cola. Pero sí que la hay. Siente hambre y se acuerda de lo deliciosa que estuvo la comida de la fiesta de Katterin, de lo rico que sintió tener plata para eso y para mucho más, aunque sea por un tiempo, incluyendo sus tacones amarillos. En un parpadeo lo decide: va a llamar a Josué, que lleva semanas ofreciéndole un trabajito como el de la vez pasada. Cuando llega a la caja, Aura Marina ya está sonriendo tranquila. Sabe que Josué le pagará bien por sacar a otro recién nacido del hospital, que, de todos modos no cuesta nada porque nadie se fija y nadie investiga después. Y sabe, además, que ese niño, cuya cara preferirá no ver, crecerá mejor con los gringos pistudos que lo quieren adoptar que con la madre que no pudo parir sino entre la mugre del hospital público. Después de todo, piensa, es algo bueno. Tan bueno como que mañana ya tendrá otra vez luz en su casa y las cuatro podrán bañarse con agüita caliente.
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