miércoles, 26 de mayo de 2010

ANACLETO MORONES (DE JUAN RULFO)

¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y renegridos, sobre los que caía en goterones el sudor de su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas, apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos.Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!
—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el desentendido.
—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó robar por Homobono Ramos?
—Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.
—¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.
—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les pregunté.
—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.
—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.
¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían tener algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.
Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática,hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás echando el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdornará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla. Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes.Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Si, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe haber llovido, ¿no?
—Si, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen. ¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?
—Si, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿A dónde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral.Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer.¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.
—Ya no tengo mujer.
—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas, de las pobres hijas de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediriamos nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones.Él sí que era el vivo demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.
“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la curiosidad aquella. Preguntaron: ‘¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.
“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se postraba frente a él y le pedía milagros.
“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que iban a verlo.”
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.
—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.
—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo”.Y se fue con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.
—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin virgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo que le velara sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mi sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por el calor de su cuerpo; pero nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran cáscaras de cacahuate.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le temblaban las manos:
—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan dificil encontrar apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de Anastasio —. Eso sí que no me lo has de negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.
—A mi marido lo curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy senorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.
—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener cincuenta anos y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas, Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.

—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.
—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la cárcel y vino aquía reclamarme que le devolviera sus propiedades.
Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.
—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinverguenza de tu hija. Date por bien pagado con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...
“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando piedras para echárselas encima: No te saldras de aquí aunque uses de todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra. Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Echale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
—¿Quién?
—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor.

Este cuento fue escrito por Juan Rulfo (México, 1918-1986) y está contenido en el libro "El llano en llamas" de 1953.

martes, 25 de mayo de 2010

SI AMARTE ES PECADO (NO) QUIERO SER PECADOR

Hueco, le gritaron hoy otra vez a Sebas en la clase de educación física, mientras corría, según él, muy recto y muy machito. Hueco, le habían gritado también ayer mientras abrazaba sus libros para llegar a lite, su clase favorita. Hueco, le habían dicho prácticamente todos los días en el colegio desde que tenía doce, aunque él fingía no oír o, cuando no quedaba de otra, pretendía reírse divertido por la broma. Meses antes, tratando de forzar una voz varonil, a veces respondía ¡hueco vos! o ¡tu madre!, hasta que Raúl le rompió el labio de un puñetazo y todos, todavía con más burla, le dijeron, naturalmente, hueco. Hueco, por estar en el club de teatro. Hueco, por no querer jugar fut. Hueco, se dijo él mismo, con asco, por haberse masturbado pensando en la espesa nube negra del pelo púbico de Raúl, que vio (haciendo como que no vio) cuando se fueron al puerto con todos los de la clase para celebrar el fin de su seminario “Causas de la desnutrición infantil en San Juan La Laguna”. ¡Puta, qué hueco!, se rió Raúl al verlo llorar, huecamente, por un niño de siete años que parecía de cuatro.


¡Qué asco los huecos!, dijo su papá en la tienda de tacuches al ver a un hombre que, aunque no lo parecía, tenía puesta una camisa rosada con corbata lila. Sebas, entonces, mejor se compró una blanca y una corbata azul con amarillo para la fiesta de graduación. Esa abominación le da asco a Dios, que la vomita, le contó su primo que había dicho el pastor cuando se lo preguntaron en el grupo de jóvenes. ¡A huevos!, respondió Sebas, con voz muy segura y masculina. Pero hueco se sentía por el tremendo miedo que le provocaba lo que fueran a decir de él los de su clase en el testamento de la otra semana, frente a toda la secundaria. Quinto bachillerato había sido un año difícil. Casi todos tenían novia, menos él. Él, que sí, cabal: era un hueco abominable y asqueroso que se tocaba pensando en sus amigos de la clase.


Se comió el brownie con leche que le llevó la muchacha, que ya sabía reconocer cuando Sebas regresaba triste. Apagó la tele y se levantó, decidido. Fue al cuarto de su hermanito y abrió la gaveta. Tomó la pistola verde fluorescente, que estaba cargada; cerró la puerta con llave y se sentó en la orilla de su cama. No iba a eso, pero pensó en las axilas peludas de Raúl, tan negras como sus pelos de la verga. Dejó la pistola de lado y se masturbó otra vez, muy rico. Se limpió el semen de la mano en su propio pelo púbico y así, sentado con el pantalón y el calzoncillo Zara en los tobillos, pidió perdón a Dios por lo que había hecho otra vez. Ese dolor en el pecho, ese nudo en la garganta, otra vez. Otra vez ya no, dijo quedito. Tomo de nuevo la pistola y la puso en su frente, respirando con dificultad, el dedo en el gatillo. ¡Otra vez ya no, mierda!. ¡ Clic, clic, clic, clic, se disparó la pistolita, mientras el agua le chorreaba por la cara y se confundía con las lágrimas silenciosas, lágrimas de adulto, que rara vez lloran en recio. ¡Otra vez ya no! Algo, sintió, se había muerto.


¡Mirate a ese gran hueco! le dijo Sebas a su novia, que sonreía muy divertida, mientras veían despectivamente al chavo ese que se sentaba hasta adelante en la clase de la U y siempre tomaba notas con lapiceros de colores en su cuaderno forrado de fucsia. Pero Sebas le estaba viendo las nalgas.

jueves, 20 de mayo de 2010

CUMPLO 33. GRACIAS.

gracias a vos, a quien llamo dios, por estos 12045 días de pretéritos que me trajeron el ahorita este en que soy tan feliz, tan pleno, tan agradecido, tan gordo de ser yo: libremente sonriente en sonrisas y en lágrimas. gracias por los futuros perfectos que me regalás para cuidar mis volcancitos, para seguir amando rosas con un amor ya más inteligente que ayer y por estar rodeadísimo de zorros, a quienes rindo mi corazón domesticado.

domingo, 16 de mayo de 2010

ES NUESTRO ANIVERSARIO

Ahí estaban los dos sentados sin saber qué decir, en el mismo rincón y casi la misma mesa de años anteriores, esperando que el joven llegara con sus bebidas: una cerveza para ella, una copa de vino blanco para él. Luego, la paella de siempre. Después, él se negaría a un postre y se acabaría, de todas formas, más de la mitad del de ella.

Ana Amalia, en silencio, trataba de recordar, sin ver a Ignacio, en qué mesa habían comido el año pasado. Había sido cerca de esa misma ventana, desde donde se miraba la banca en que nunca había visto a nadie sentado. Tal vez después de comer podrían salir a sentarse un rato ahí. O tal vez un día regresaría ella a sentarse sola con un libro. Mejor eso, pensó. Ya había perdido la cuenta de cuántos años llevaban yendo al mismo lugar para celebrarlo. Celebrarlo. La única vez desde el aniversario pasado en que habían estado juntos, verdaderamente juntos por más de unos minutos, fue cuando se rebalsó la pila y se inundó la cocina. Se rieron mucho ese día. ¿Hace cuánto de eso?

Ignacio también miraba a la ventana, pero nunca había reparado en la banca. Pensaba en ese incómodo momento en la mañana en que dijo feliz aniversario, Ana Amalia (no miamor) y se acercó para darle un beso. Ella, por costumbre, puso la mejilla, pero se notó su vergüenza al caer en cuenta que él pretendía dárselo en la boca. Pero cuando ella, apenada, trató de juntar sus labios con los de él, ya él había decidido mejor sólo abrazarla. Al separarse, no se vieron a los ojos y ella procedió a terminar de revolver los huevos, que se pegaban mucho usando spray en vez de aceite. Lo mismo les había pasado hace poco, el día de la boda de María José – la menor de sus tres hijos y la única nena – en que, al ver a su esposa tan hermosa con su traje sastre brillante de falda larga y el pelo gris recogido, no pudo sino querer besarla fuerte y profundo, como aquélla vez en que se escaparon por primera vez solitos, dejando a Salvador, el mayor y en ese entonces de cuatro meses, con la abuela. También la vez de la boda terminaron en un abrazo menos apretado que los que le daba su compadre Willy. Qué calor, verdad. Sí, qué calor. Más silencio.

Comían ya la paella, masticando callados. Ana Amalia, que trataba de separar la cáscara de un camarón sin ensuciarse las uñas manicureadas esa misma tarde, levantó la cabeza asustada cuando lo escuchó. Primero, sólo notó que a Ignacio, con la barbilla en el pecho, se le movían los hombros hacia arriba y hacia abajo, con un ritmo raro. No supo qué hacer y su primer instinto fue gritar para llamar a alguien. Mi marido se está ahogando. Pero no lo hizo. Ignacio levantó la cabeza y ella vio que estaba llorando. También, por primera vez, notó sus profundas patas de gallo. Tenía un grano de arroz en la comisura izquierda del labio de abajo. Las lágrimas le corrían, espesas y fluidas, por todas las mejillas. Una movió un poquito el arroz, que de todos modos se cayó cuando él abrió la boca para decírselo entre sollozos recios. Nunca lo había visto llorar así. Me hace mucha falta chimarte como antes, dijo. Ana Amalia, sin abrir la boca, buscó su mano y se la apretó, viéndolo fijamente a los ojos. No supo sonreír, pero tenía los pezones duros.


Notoriamente inspirado en la canción “El siete de septiembre” de Mecano. Quinto cuento escrito para las Martesadas; el tema de la semana era “Palabras soeces y altisonantes”

miércoles, 12 de mayo de 2010

UNO CON LA SAL (O LAS VENTAJAS DE SIEMPRE VER HACIA ATRÁS)

Abrió los ojos en medio de la oscuridad húmeda de su cueva. Esta vez había sido más difícil salir de la pesadilla. Chorreaba sudor desde las arrugas de la frente amarga. La quemadura de la pierna derecha, pese a ser ya sólo una cicatriz, le palpitaba de ardor como si fuera herida fresca. La pesadilla, claro, sería sólo eso, de no estar maldita con las formas, los olores, los calores, los ruidos, los horrores precisos – exactos – que había vivido hacía tantos años, al haber sido bendecido (¿bendecido?) por Jehová. En realidad nunca supo, ni siquiera en el preciso momento en que ocurrió, si salvar su vida había sido de verdad un premio del Creador. Ciertamente no se sentía así. Nunca lo llegó a sentir así, de hecho. De su tío Abrahán no volvió a tener noticias desde la huída de Sodoma hacia Zoar, pero su corazón le seguía amando a él, a su barba blanca y a Sarai, su mujer. Su mujer. Cómo extrañaba el abrazo apretado de su mujer, la que fue suya, la que Jehová le quitó. Se la quitó. Su corazón latía acelerado aún. Una lágrima, rodando por su mejilla, se confundió con una gota de sudor que, juntas, fueron a dar a sus labios. Sabor salado: su mujer.

Lot, así, acostado en el suelo de la caverna, temía a veces, por supuesto, a la ira de Jehová. No debía, se supone, anidar dudas, ni rencor alguno; menos este odio que albergaba en su corazón, que a veces, muchas veces, se sentía oscuro y caliente, como la cicatriz de su pierna. Sin embargo, estos sentimientos, no los podía soltar: no los quería soltar. Dejarlos ir sería dejar ir también el recuerdo de ella. ¿Pero podría ser de otra forma? ¿Debería acaso ser feliz? Imposible. Jehová, de todos modos, no se enteraría; no podía saberlo todo y así estaba demostrado. Si dudar de él, si odiar a Jehová merecía castigo, Lot habría sido quemado junto con las ciudades. Habría sido muerto desde el preciso momento en que esos hombres que había salvado horas antes lo forzaron a abandonar su hogar, porque detestó abandonarlo. Habría fallecido, maldito como sus sueños, desde que escuchó morir, a sus espaldas, a los pequeños hijos de Gomorra, a los que disfrutaba ver jugar en la arena – niños pagando por el pecado de su origen, no por el propio – porque no soportó escuchar sus gritos ni luego su silencio. Habría sido fulminado al darse cuenta que el olor de su carne, la de ella, la piel de sus mejillas, su vagina exquisita, guarida preferida de manos y lengua, de pronto eran sal. Sal: su mujer.

La claridad del próximo amanecer iluminaba ya los rincones. Pero ni la luz del día era esperanza del fin de la pesadilla. El sol era, más bien, la promesa de otra noche como la anterior y como la anterior y como la anterior y como la anterior a esa, también, en que veía por fin, en pesadilla, la lluvia de infiernos que, en su momento, le fue prohibido ver. No quería más. No podía ya ser Lot. Lot, el sobrino desterrado. Lot, padre de dos hijas ya desaparecidas, primero ofrecidas a los viles y luego vilmente devoradas por el incesto. Lot, padre borracho de sus propios nietos inmundos, que ya no estaban, tampoco. Lot, único morador hambriento de una cueva perdida; un enemigo de su propia vida, que, se supone, había sido salvada por dos ángeles como premio a su bondad. Le escupo a mi bondad como le escupiste a mi vida.

Antes que el sol saliera, solo, sin Jehová como testigo – porque Jehová de verdad no lo sabe todo – se levantó Lot, anciano y desnudo, de la orgía de telas y pieles en que fingía dormir cada noche, porque en vez de dormir sólo sufría recordando ese día y los días después de ese, que fueron todos sufrimiento. Su muslo negro, quemado en la huída por un trocito de llama que cayó del cielo, ardía ya menos que el odio de años tatuado en su pecho. Ya es hora, supo. Y en cuanto lo supo, caminó, cojeando, hasta el fondo de la cueva, donde estaba el cofre. Con cada paso hacia el cofre, el odio se hacía menos odio y se convertía en amor. (De ahí el famoso dicho que, como a Sodoma y Gomorra, también ya lo quemaron). Ahí, a oscuras, donde vivía esa serpiente gorda cuya mirada fija él fingía ignorar, estaba su cofre: el cofre donde la guardó. Nunca antes lo había abierto; sus hijas nunca supieron de él. Las putas esas que, con tal de parir, estrenaron sus clítoris con la carne de su padre, no lo vieron levantarse una noche, borracho, a recoger desesperado los restos de la columna de sal ni guardarlos en la cajita de madera que estaba, sin explicación y quién sabe desde cuándo, en la cueva que eligieron para vivir.

Abrió el cofre con la misma ternura con que frotó su pubis por primera vez y, aunque sólo era sal, creyó ver entre los granos blancos, el par de hermosos pezones que siempre lo invitaban a chuparlos. Gimiendo llenó sus manos y frotó la sal contra su rostro. La besó. Era una sal suave que le supo a miel y a pusa mojada. Puño tras puño, frotados violentamente contra la piel de Lot, su cuerpo se fue empapando de lágrimas y babas; luego sangre, porque los granos eran duros y punzantes. Era Lot una masa salada de calentura y amor. Te extraño. Te amo. Se lo frotaba duro y la sal le quemaba el pene, deforme por la circuncisión forzada ya como adulto; sus dedos salados se le metían por el culo, tal como lo había hecho ella, siguiendo los consejos de sus amigas sodomitas. Odié a Jehová porque ya no eras tú, pero ahora sé que tal vez nunca dejaste de serlo, dijo, sintiendo su presencia. Pero la sal no respondía. La sal sólo era sal.

Y ahí estaba el viejo desnudo, hincado solitario en el suelo sobre un charco de granitos blancos, con la verga erecta, llorando por su ausencia, que quemaba como se quemaron Sodoma y Gomorra con el fuego del cielo, ese otro fuego, el que no es amor de Dios. Lot, de vivir tantos años viendo hacia atrás, era sólo lágrimas y sudor. Igual que ella y por lo mismo que ella, también ya era sal. Los dos, por fin: sólo sal.

Referencias: Génesis 11:27 a 11:32 y Génesis 18:16 a 19:38, “Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras”.

martes, 4 de mayo de 2010

NO ES VERDAD QUE LA COSTUMBRE ES MAS FUERTE QUE EL AMOR (y ni la costumbre ni el amor se curan con exorcismos)

Como todos los jueves en exactamente el mismo lugar y casi siempre a la misma hora, el paso del viejo Benigno se había vuelto muy lento, casi a la mitad de lo normal. Salía de su casa más o menos a las ocho treinta, luego de su desayuno frugal de avena instantánea de microondas y de hojear la misma vieja revista de agosto de dos mil siete, llena de vestidos que estaban de moda hace casi cuarenta años. Hasta antes de llegar al punto donde bajaba el ritmo de la caminata, se movía con bastante agilidad pese a sus muslos gruesos y a la expresión perennemente arrugada de agotamiento. Pero ni la edad ni el vacío de vivir completamente solo le dolían ya. Esa ausencia había sido su fiel compañera desde los tiempos de la revista que guardaba religiosamente, después de hojearla sin leer, bajo el peso del colchón. Como lo que Benigno esperaba caminando lento no ocurría, prefirió detenerse; bajar más la marcha se habría visto (y sentido) muy tonto. Siguió con la vista la ruta de un pájaro que no estaba herido, pero que igual le recordó la canción. La ocurrencia de la trágica balada trajo a sus ojos una sonrisa; sus labios hace tiempo que no se torcían con una. Bajó la vista al suelo y metió las manos entre las bolsas del pantalón. No había nada más que hacer. No había siquiera un solo chiclero con quién perder el tiempo y disimular esta espera que le provocaba un nudo en la garganta cada mañana de jueves. Leía mucho estando en su casa, pero sentarse a esperar leyendo un libro así, bajo estas circunstancias, habría sido demasiado obvio; habría traicionado su orgullo.

Mientras su corazón latía fuertemente por el miedo de la espera, la figura que Benigno ansiaba ver se asomó por la esquina. Se distinguía a lo lejos su espalda ancha ya más o menos curveada por la elección de vida desordenada, la cabeza redonda y calva, el porte de soberbia desgastada (pero aún soberbia). Urgentemente, Benigno se dio la vuelta para quedar de espaldas a quien se aproximaba y comenzó a caminar, otra vez muy lento, para dejarse alcanzar sin que fuera obvio; mientras, la otra figura aceleraba discretamente el paso para alcanzarlo, procurando que no se notara que trataba de alcanzarlo. Una vez lo logró, el viejo recién llegado se colocó al lado de Benigno. No se vieron más que de reojo; pero como cada jueves, caminaron juntos sin hablar por casi dos horas en que el corazón de ambos latía de prisa por una mezcla de ansiedad, nervios y regocijo por la sapiencia mutua del estar ahí. Benigno podía sentir el aliento alcohólico del viejo recién llegado. Hoy el tufo era mucho más fuerte que las otras veces. La barba blancuzca y desordenada, dejada crecer a medias y sin mantenimiento alguno, paradójicamente, le daba al viejo recién llegado un cierto aire de borrachera interesante, de resaca digna y bien merecida.

La semana anterior había sido el viejo bebedor quien esperó a Benigno, también tratando de disimular la impaciencia y la intranquilidad de que su silente compañía de los jueves en la mañana no llegara ese día y – peor aún – que esa ausencia significara que no llegaría nunca más. La sola idea de que las mudas caminatas semanales cesaran, hacía que el recién llegado necesitara varios tragos de ron, que debían esperar hasta estar de regreso en su casa.

Durante las dos horas de caminata semanal, tanto uno como el otro evadían sus miradas; pendientes, eso sí, de la presencia constante del otro, de su respiración agitada. Después de todo, ya ambos rondaban los setenta años y caminar dos horas no era cosa de risa. Llegado el punto en donde normalmente se separaban y en contra del arreglo tácito de no hacerlo – que había existido desde que por casualidad se toparon en la calle después de muchos, muchos años sin saber el uno del otro – Benigno lo vio a los ojos. En el solo segundo por el que sus miradas se cruzaron, ambos comprendieron que se verían la próxima semana (como había sido por los últimos meses) y que se deseaban bien, pero que probablemente seguirían sin cruzar palabra. El otro viejo, con expresión de orgullo y ante el gesto sorpresivo de Benigno, solo asintió con la cabeza, a modo de saludo. Dio la espalda inmediatamente, de vuelta a su casa. Ya necesitaba beber. El corazón y la cabeza le latían tan fuerte que pensaba que sólo un buen trago le quitaría ese malestar. No me gusta sentirme mal, pensó. No tengo porqué. Pero sí tenía.

Por diecisiete semanas más (Benigno las marcaba en un calendario, el ridículo de Benigno, como sabía que el otro viejo, seguro, pensaría si supiera que llevaba la cuenta), las caminatas de los jueves siguieron su rutina. No hubo más retardos; no hubo más miradas directas. Siguieron sin palabras. Pero ambos llegaban, no sólo porque querían llegar: necesitaban hacerlo, necesitaban saberse presentes.

Un jueves de diciembre, en el punto de encuentro, dieron las diez sin que Benigno apareciera. Era primera vez que el otro viejo llegaba sin haber bebido el día antes y había esperado que su sobriedad fuera notoria. Sin malestar de goma y sin alcohol rezagado en la sangre, estaba lo suficientemente lúcido para sentir que esta espera le dolía como hace mucho tiempo no le había dolido algo. No podía buscar a Benigno, porque no sabía dónde vivía. ¿Y si le pasó algo?, pensó con un nudo en la garganta, que ya empezaba a pedir alcohol para lubricarse. En la desesperación que le comenzaba a tupir la mente – nublada de por sí con en la insistencia del guaro – el viejo comenzó a notar a algunas personas que recordaba ver pasar usualmente en su recorrido semanal.

Esta vieja una vez le dijo buenos días. Disculpe, señora ¿no sabe dónde vive el señor Benigno? ¿no? Disculpe, ¡hey, señor! ¿conoce a don Benigno? ¿no? Bueno, gracias. Disculpe. ¿Usted, sabrá dónde vive un Benigno? ¿Que cómo es? Así, asá... Sí, correcto; sí, cabal, camina todos los jueves por esta calle. ¿Todos los días? No sabía...yo sólo lo veo los jueves. ¿No lo ha visto en tres días? ¿Que estaba enfermo, dice? ¿Entonces es en tal calle? ¿En la casa de puerta turquesa? Está bien, muchas gracias.

El viejo corrió – o intentó correr como pudo – a donde le habían dicho que vivía Benigno. Tocó a la puerta turquesa, el color favorito de Benigno. ¡El mismo gordo ridículo!, pensó, sorprendiéndose a sí mismo por el familiar sentimiento de desprecio/cariño. Recordó un momento, hacía cuarenta años o algo así, en que Benigno le había comentado que su casa, efectivamente, tendría una puerta de ese color. Le había gustado la idea, aunque él la habría preferido dorada. La puerta se abrió y una señora le preguntó qué buscaba. No tuvo nada más elaborado qué decir que Busco a Benigno. Al informarle sobre su nombre, la señora de la puerta le dijo, entre lágrimas, que Don Benigno ya no estaba más allí, que había estado muy enfermo de pronto, pero que, de hecho, tenía algo para él que Don Benigno había dejado en su mesa dos noches antes de partir. Como no conocía al destinatario del encargo, la señora no se había preocupado demasiado por qué hacer con éste, pero se sintió útil y con misión cumplida al entregar los objetos así, aunque fuera muy casualmente y sin haber hecho el menor esfuerzo. El viejo recibió, así nada más, en sus manos, la revista de moda de dos mil siete y un ejemplar de “El amor en los tiempos del cólera” en cuyas portadas estaba escrito su nombre con la misma letra redonda que recordaba de Benigno. Adentro del libro, dos separadores ilustrados con mariposas marcaban cada uno páginas que, a su vez, tenían pasajes subrayados con marcador fluorescente azul. El primer pasaje subrayado decía: Sólo Dios sabe cuánto te quise”. El segundo, “Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado”.

El viejo cerró los ojos un instante sin saber qué pensar ni qué sentir; pero pensó en los besos de Benigno, que siempre, mientras estuvieron juntos hacía tantos años, le parecieron demasiado húmedos, demasiado salivosos. Apretó la revista enrollada en una mano y dejó el libro tirado frente a la puerta roja, por ridículo. Se acordó del primer pedo que dejó escapar enfrente suyo, que no fue de intimidad y de confianza (como pensó Benigno), sino de burla e irrespeto. El resto de su relación fue igual que ese pedo y ahora, otra vez, sintió lo mismo. Se fue caminando a su casa, muy despacio. Ya no le dolía la cabeza.

El miércoles siguiente volvió a beber hasta quedarse dormido de rodillas en el piso. El jueves, a las ocho en punto, se arregló más que de costumbre y salió a caminar por un nuevo recorrido; por una calle donde había escuchado que, quizás ahora, vivía otro viejo amante, ese sí de mejor familia que Benigno.