domingo, 16 de mayo de 2010

ES NUESTRO ANIVERSARIO

Ahí estaban los dos sentados sin saber qué decir, en el mismo rincón y casi la misma mesa de años anteriores, esperando que el joven llegara con sus bebidas: una cerveza para ella, una copa de vino blanco para él. Luego, la paella de siempre. Después, él se negaría a un postre y se acabaría, de todas formas, más de la mitad del de ella.

Ana Amalia, en silencio, trataba de recordar, sin ver a Ignacio, en qué mesa habían comido el año pasado. Había sido cerca de esa misma ventana, desde donde se miraba la banca en que nunca había visto a nadie sentado. Tal vez después de comer podrían salir a sentarse un rato ahí. O tal vez un día regresaría ella a sentarse sola con un libro. Mejor eso, pensó. Ya había perdido la cuenta de cuántos años llevaban yendo al mismo lugar para celebrarlo. Celebrarlo. La única vez desde el aniversario pasado en que habían estado juntos, verdaderamente juntos por más de unos minutos, fue cuando se rebalsó la pila y se inundó la cocina. Se rieron mucho ese día. ¿Hace cuánto de eso?

Ignacio también miraba a la ventana, pero nunca había reparado en la banca. Pensaba en ese incómodo momento en la mañana en que dijo feliz aniversario, Ana Amalia (no miamor) y se acercó para darle un beso. Ella, por costumbre, puso la mejilla, pero se notó su vergüenza al caer en cuenta que él pretendía dárselo en la boca. Pero cuando ella, apenada, trató de juntar sus labios con los de él, ya él había decidido mejor sólo abrazarla. Al separarse, no se vieron a los ojos y ella procedió a terminar de revolver los huevos, que se pegaban mucho usando spray en vez de aceite. Lo mismo les había pasado hace poco, el día de la boda de María José – la menor de sus tres hijos y la única nena – en que, al ver a su esposa tan hermosa con su traje sastre brillante de falda larga y el pelo gris recogido, no pudo sino querer besarla fuerte y profundo, como aquélla vez en que se escaparon por primera vez solitos, dejando a Salvador, el mayor y en ese entonces de cuatro meses, con la abuela. También la vez de la boda terminaron en un abrazo menos apretado que los que le daba su compadre Willy. Qué calor, verdad. Sí, qué calor. Más silencio.

Comían ya la paella, masticando callados. Ana Amalia, que trataba de separar la cáscara de un camarón sin ensuciarse las uñas manicureadas esa misma tarde, levantó la cabeza asustada cuando lo escuchó. Primero, sólo notó que a Ignacio, con la barbilla en el pecho, se le movían los hombros hacia arriba y hacia abajo, con un ritmo raro. No supo qué hacer y su primer instinto fue gritar para llamar a alguien. Mi marido se está ahogando. Pero no lo hizo. Ignacio levantó la cabeza y ella vio que estaba llorando. También, por primera vez, notó sus profundas patas de gallo. Tenía un grano de arroz en la comisura izquierda del labio de abajo. Las lágrimas le corrían, espesas y fluidas, por todas las mejillas. Una movió un poquito el arroz, que de todos modos se cayó cuando él abrió la boca para decírselo entre sollozos recios. Nunca lo había visto llorar así. Me hace mucha falta chimarte como antes, dijo. Ana Amalia, sin abrir la boca, buscó su mano y se la apretó, viéndolo fijamente a los ojos. No supo sonreír, pero tenía los pezones duros.


Notoriamente inspirado en la canción “El siete de septiembre” de Mecano. Quinto cuento escrito para las Martesadas; el tema de la semana era “Palabras soeces y altisonantes”

2 comentarios:

  1. Awww, que historia tan simpatica. Nada como que se hayan ido los hijos de la casa para recalentar el romance, ja ja!

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