viernes, 23 de abril de 2010

CHOJIN (cuento)

Tal vez por haber nacido en las faldas del Pacaya y llamarse como se llamaba, el destino de Gladiola estuvo, desde el principio y hasta el final, ligado anormal y misteriosamente al reino vegetal. Sí: Desde niña le gustaban las pacayas envueltas en huevo y, mientras más amargas, mejor. No: No era bella y agraciada como las flores, sino todo lo contrario. Tendía a quedarse parada por mucho (muchísimo tiempo) en un mismo lugar, con la mirada fija en un solo punto y su piel tenía un ligero tinte entre amarillento y verdoso. El pelo era seco, pajoso; la nariz bulbosa, con tantas venitas que parecía siempre estar oliendo una berenjena. Creció a cargo de su tía Enriqueta, quien muy pronto supo que en la escuela no funcionaría; dejo, entonces, de mandarla a estudiar. Lo poco que Gladiola sabía del mundo le fue enseñado, amorosamente, por la tía Enriqueta, quien aprovechó los sorprendentes dotes de Gladiola para la cocina y el jardín y la educó certeramente en esos aspectos. En su ignorancia, Gladiola creció feliz y totalmente desinteresada en el amor de los muchachos; desinterés recíproco, como es natural con las chicas feas y solitarias. Tal falta de atención a los menesteres de las relaciones de pareja, fue, por demás, conveniente para la tía, quien sufría de una enfermedad degenerativa que, poco a poco, la fue haciendo cada vez más chiquita y transparente. El día que Enriqueta murió, Gladiola, con la nariz más morada que de costumbre, estuvo parada, quieta y muy tiesa, por casi veintisiete horas, contra la pared blanca de la habitación que ambas compartían.

Sola en el mundo y no muy brillante, no le fue fácil conseguir trabajo; sin embargo, luego de demostrar lo bien que sabía encontrarle el punto a las verduras, se quedó como ayudante de cocinera en un hotelito de la zona diez de la capital. Pagaba renta en un cuartito en la parte fea de la zona catorce que tenía una rama grande con bouganvilias que colgaban por la única ventana.

Una tarde, mientras buscaba loroco en la Despensa Familiar que le quedaba en camino a su casa, Gladiola encontró lo que su tía Enriqueta siempre deseó: el amor. Y a primera vista, ni más ni menos. En cuanto Gladiola lo vio, supo que era para ella. Sólo para ella. Era considerablemente más grande que los más grandes que había visto antes; rojo intenso, con algunas protuberancias que le parecieron encantadoras. No dudo en tomarlo y jalarlo para ponerlo en su canasta, sin siquiera ver el precio. “Este rabanote es mío”, pensó con una sonrisa pícara y un corazón extrañamente palpitoso. Tuvo que comprar el manojo, claro, pero los demás rábanos, los chiquitos, fueron a dar al bote de basura casi en cuanto cerró la puerta del cuartito. Nunca antes lo había hecho, pero automáticamente supo cómo. La ropa tirada en el suelo, el calzón a los tobillos, el brassiere a medio quitar; la mano izquierda, sosteniendo firmemente el rábano gigante, que no se escapó de ser olido y besado en cada bultito. Nunca pensó un rábano ser usado para dar tanto amor, pero así fue y Gladiola se amó y amó al rábano por amarla tan tierna y eficazmente. No fue sólo una vez, por supuesto: todo el mundo sabe que los rábanos siempre se repiten.

Al cabo de un par de meses, las yemas de los dedos y los labios de Gladiola (todos) estaban teñidos irremediablemente de rojo. Su sonrisa, tatuada permanentemente en ese rostro del que Ramón, el patojo del mercado, siempre se burlaba. “¡Hoy sí le conseguí unos bien grandes, doña Gladiola!”, gritó Ramón, mientras corría a alcanzarla con tres manojos de rábanos que parecían pelotas de tennis.

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