domingo, 13 de junio de 2010

CONTAMINAME

Robertío está hincado en el suelo.


Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con sus zapatos negros pulcramente lustrados, como siempre. Robertío está pensando en que, por la posición, las puntas de sus zapatos negros pulcramente lustrados se le van a ensuciar.


El pantalón de lona de Robertío – uno de esos que todavía tienen la cintura donde se supone que está la cintura (y no esas huecadas de ahora con cintura baja, dice siempre Robertío) – está planchado y con quiebres nítidos. Precisamente hoy por la mañana Robertío le preguntó gritando a su mamá ¿acaso ni eso podés hacer bien? Ni modo: quiebres nítidos, aunque a su mamá (como a la mayoría) le parezca que los pantalones de lona se ven tontos así, tan bien planchados.


Los pantalones de lona con quiebre de Robertío están firmemente ceñidos a su cintura por un cincho negro demasiado formal para un pantalón de lona, pero que Robertío se esmera en siempre mantener limpio y sin rayones, con la hebilla muy brillante y sin manchas de dedos. Hoy, sin embargo, el cincho no va a durar mucho ni así de limpio ni así de bien ceñido.


Robertío, que siempre huele a camisa recién planchada y hoy no es la excepción, tiene puesta una camisa celeste demasiado formal para su pantalón de lona con corte pasado de moda. Aunque Robertío, como a diario, se puso desodorante antitranspirante (en spray, del que trae talco), tiene las axilas muy sudadas. Cualquiera en su situación las tendría. Las manchas de sudor se notan mucho, porque Robertío está hincado en el suelo de un cuarto mugroso, con las palmas de ambas manos atrás de la cabeza. Atrás de Robertío está parado un tipo con un cuchillo en la mano. La punta del cuchillo, claro, está puesta amenazadoramente sobre la nuca de Robertío. Robertío, entre todo su sudor, piensa en lo mugroso del suelo y en qué putas piensan hacer estos dos choleros asquerosos.


Enfrente de Robertío está parado el otro cholero asqueroso que, hace media hora, primero se le quedo viendo fijamente y luego se acercó a hablarle babosadas y luego le dijo guapo y luego le mostró la pistola que traía escondida entre lo que parecía una masa impulcra de vello púbico y luego, medio a la fuerza, junto con el del cuchillo, lo trajo al cuarto mugroso este y lo pusieron de rodillas con las manos atrás de la cabeza. El hombre de enfrente, con una sonrisa de cholero asqueroso y con las palabras arrastradas emitidas en una voz demasiado afeminada como para provenir de alguien tan peludo, dice: Me la vas a tener que mamar bien rico o te lleva la gran puta, maricón de mierda, mientras con la mano izquierda se pasa la pistola para atrás y con la derecha se baja el zípper lentamente.


A Robertío se le abren los ojos más de la cuenta al ver esa verga enorme, gorda y rodeada de lo que parece un mar de pelo negro, salir de detrás del zipper. Nunca ha visto una tan grande. Sus anteojos de aro dorado se quedaron tirados quién sabe dónde. Su pelo, peinado como niño bueno con mucha – demasiada – gelatina, ya está un poco alborotado, aunque Robertío todavía no se ha dado cuenta. El cholero asqueroso se corre hacia atrás el prepucio y pone la pija en los labios de Robertío, que todavía los tiene apretados. Robertío siente olor a jabón. Menos mal, piensa Robertío, no hay nada peor que la gente sucia.

viernes, 4 de junio de 2010

¿PAZ?



El pasaje de la camioneta, el cigarro suelto con el chiclero de la esquina, la chuchería en la tienda, la ayuda para el niño de la esquina... casi todo esto se paga con una monedita dorada que tiene grabado un logo que dice “paz”. P-A-Z. ¡Qué paradoja que al mismo tiempo una palabra que está tan presente en nuestro día a día resulta tan lejano y tan ausente de nuestro corazón! ¡Lo enorme de este fracaso es sólo comparable con la estupidez del grabado en la fichita!


Y es que algo se nos ha ido olvidando y es necesario traerlo de vuelta a la conciencia colectiva: La paz que todos los días hace bulla en los bolsillos y pasa de mano en mano efectivamente está en nuestras manos; en las mías y en las suyas. Aprovechémosla. Busquémosla. Exijámosla. Gritemos, demostremos que nos importa, que queremos vivir en paz.

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martes, 1 de junio de 2010

LASTIMA QUE SEAS AJENA

Trac, tac, puc, trac, puc, traca, taca, trac…


Casi quince minutos llevaba ya Joaquín oyendo cómo la cabeza de la señora se somataba contra la ventana de la camioneta. Bien dormida, iba la viejita. Joaquín, a su lado, no podía evitar verla y sentir ternura. Algo triste revelaban sus zapatos sucios de lodo seco, su vestido ya raído por el uso y las lavadas, su olor leve a sudor mezclado con jabón de bola, su trenza gorda y gris posada sobre el hombro; en un abrazo apretaba una de esas bolsas de papel que se usan para empacar regalos, con un suéter grueso y feo adentro que envolvía una sombrilla que se antojaba destartalada pese a no verse completa, tal vez por las puntas notoriamente oxidadas. Su piel, oscura; demasiado arrugada, demasiado curtida como para tener qué trabajar todavía, aunque seguro de trabajar venía. Demasiado abuelita como para verse forzada a descansar en el hediondo encierro de esa camioneta empañada, infestada de gente húmeda. Odiaba Joaquín estar en ese traste destartalado, atrapado entre el tráfico maldito de las seis de la tarde que es enemigo mortal, siempre, de la lluvia apabullante que no dejaba de caer. Pero ni modo: no había pisto para arreglar el carro: no mientras ella estuviera enferma y él tuviera que cuidarla.


De vez en cuando se le escuchaba a la viejita un ronquido suave entre los tronidos de la cabeza canosa contra el vidrio. Era sueño de cansancio, no de pereza. Eso quiso pensar Joaquín y quizá no se equivocaba. ¿Dónde será su parada? pensó Joaquín. ¿Y si se pasa? ¿Y si mejor la despierto? Pero no, no podía despertarla de la paz de ese sueño delicioso de cabeza rebotona, como tampoco podía dejar de verla y disfrutar esa abuelencia que tanto extrañaba. Joaquín se aflojó la corbata. Tenía el cuello sudado. No le gustaba – a muy pocos les ha de gustar – llevar una ingle ajena incrustada en el hombro. Ni modo.


La camioneta dio un frenazo de medio lado. Joaquín no lo vio, pero supuso que algún carro se le había atravesado al chofer. No pasó nada, salvo que la cabeza de la viejita, desde la ventana, fue a parar al hombro de Joaquín, que se quedó muy tieso al principio, sin saber qué hacer. La señora no sólo no se despertó, sino hasta suspiró muy recio. Joaquín, entonces, conmovido por el profundo sueño de quien se le antojó un angelito arrugado, como el que le esperaba en casa, quien sabe si por instinto o por recuerdo, puso su brazo derecho alrededor de la señora, que de cerca olía a caldito de frijoles con tortilla tostada. La abrazó fuerte y la puso contra su pecho. Cerró los ojos y sonrió, percibiendo también los olores de su propia abuela, los de antes, cuando se perfumaba de dulces de anís, de grama recién regada, de ropa tendida al sol.


Joaquín ya estaba cerca de su parada, pero no tuvo fuerzas para soltar a la viejita. Qué gusto poder abrazarla aunque fuera anónima, aunque fuera la abuelita de alguien más. Pero olía todavía a vida y no a orín, no a llaga, no a pomadas, no a dolor; no apestaba a ojos vacíos, aunque también los tuviera cerrados. Joaquín se durmió y se pasó muchas paradas. Cuando despertó ya la señora no estaba. Pero esa noche sonrió y no le dolió ni meter el pie en un charco ni pagar el taxi de regreso ni cambiarle el pañal a su abuela antes de dormir. Estaba chupándose un su dulce de anís, de esos que le gustaban a ella.