martes, 27 de abril de 2010

...PORQUE NO TIEEEEEENE, PORQUE LE FAAAAAALTA... (cuento)

Como casi todas las de su círculo de amistades, la del cumpleaños de Clarisa era siempre una fiesta de percepciones: no importaban mucho las realidades, sino lo que, mal que bien, pudieran dar a entender todos los impecablemente-vestidos, perfectamente-emparejados y románticamente-abrazados invitados. En esos ámbitos, las percepciones importan, claro, sólo mientras dura la fiesta. Parte de la tradición generalmente disfrutada es que al día siguiente todos comenten, cuando menos con ironía, lo que los prójimos tuvieron la osadía de aparentar. En fin: la fiesta de Clarisa, guapa, viuda desde los cuarenta y tres y con casa y apellido de prócer de la independencia heredados de quien fuera un guapo pero canceroso marido, era siempre la más concurrida y popular de todas. Digamos que Clarisa era, en la percepción de sus conocidos, la anfitriona quintaesencial; una señora Dalloway moderna, menos las complejidades emocionales y sin hija con ansias de salirse del molde, gracias a Dios.

Los invitados comenzaron a llegar a eso de las nueve de la noche, con alguna prenda típica chapina encima, como requería la invitación. No es que muchos, por supuesto, antes de ese día, tuvieran o se pusieran regularmente ropa típica. La mayoría enviaron esa misma semana – algunos ese mismo día – a sus choferes, nanas o, en el caso de la Cuqui, a su cholera, según le dijo a Marleny, al Mercado Central para comprar algo, aunque sea.

Eugenia optó por ponerse, en lugar de algún otro adorno típico de menos buen gusto, sólo su anillote de jade. Pasó buena parte de la noche con los labios apretados, mirando con decepción las enormes tinajas de barro llenas de piloyada antigüeña, que por supuesto no comió, y con asco a Rodrigo, su marido, feliz, tragándosela como cerdo. Menos mal no se topó a Clarisa, porque no habría podido evitar hacer algún comentario desagradable, de esos por los que era famosa. Al día siguiente, en el velorio, comentaría, no tan bajo como debiera debido al mal humor de pasar toda la noche oyendo y oliendo pedos, el poco tino de Clarisa al no ofrecer por lo menos algo de comida normal. ¿A quién se le ocurre hacer una fiesta y dar sólo frijoles?

María Dolores, la mejor amiga de Clarisa, divorciada y no precisamente la más brillante de su círculo de viejas cuchubaleras, se puso un tocoyal enorme que quién sabe dónde consiguió y fue muy feliz con los martinis de indita con tamarindo y las luces y cuetes del torito que quemaron a las doce. De hecho, fue María Dolores quien decidió que el torito (sin saber qué era un torito) se quemara a esa hora. Clarisa no aparecía por ningún lado – aunque la buscó por ratos – y ella ya se sentía con la suficiente confianza para tomar la decisión. Ambas se querían mucho y eran, dentro de lo que cabe, dada su educación enfocada a la frialdad, íntimas. Ramón, el chofer casi adolescente de Clarisa, fue quien bailó bajo el torito. Con tal de ganarse unos centavos extra, había mentido diciendo que sabía hacerlo, pero en realidad nunca lo había hecho. Por supuesto, terminó con una fea quemadura en el dedo gordo de la mano derecha, cuyo ardor le impidió masturbarse por tres semanas, luego de las que la calentura de todo veinteañero lo forzó a ir con una putía. La patoja no era fea y tuvo su gracia en la cama, pero a los seis días a Ramón le dio gonorrea y a los veintinueve, se descubrió ladillas.

Cuqui, que ante las amistades llama choleras a todas sus muchachas, pero que en realidad es bastante dulce y preocupona por ellas (le dan tristeza las inditas), llegó con una cartera típica muy linda y vestido negro. Su marido, con un pañuelo rojo con chibolas blancas en el cuello. Cuqui no lo dejó ponerse los caites que usa en el ingenio, aunque él eso quería. Cuqui hizo varios intentos porque Clarisa la viera, pero Clarisa, ni sus luces. Esta Clarisa, siempre corriendo en lugar de disfrutarse sus cumples. Saber dónde anda. Sí, chula, yo tampoco la he visto, dijo Regina, que llegó sin marido y con mucha hambre. Nunca había probado la piloyada y en realidad la disfrutó mucho, aunque al día siguiente no pudo ir al velorio por que amaneció con chorrillo.

Muy hermosa, con un vestido escotado y perraje enorme con pompones de lana verdes y morados, Martha fue la sensación de la noche, aunque casi nadie se lo dijera directamente. Eugenia decidió no tocar el tema, aunque quedó impactada por su belleza. Y envidiosa. Sólo María Dolores, como siempre ingenua, la había felicitado, una y otra vez, enfrente de quien estuviera. ¿Verá que se ve divina?. Martha, sabiéndose absolutamente linda, trató de hacer caso omiso de los malos tratos de las viejas caqueras, amigas de su nuevo marido. Ya se estaba acostumbrando, de todas formas. El perraje, claro, al igual que el vestido, los aretes, los zapatos, las pulseras, el maquillaje y el peinado, fueron elegidos por Tono, su esposo, que se pasó toda la noche siendo extremadamente amable y sonriente con uno de los meseros.

Las diez mesas de doce personas cada una, totalmente llenas; todos comentando lo original del tema de la fiesta, algunos con genuino gusto, algunos con cierto desdén. ¡Cosas típicas! ¿A quién se le ocurre? ¡Esta Clarisa es genial! La marimba orquesta comenzó a tocar desde las nueve, pero no fue sino hasta las diez y media que la primera pareja se animó a bailar, en parte por que los cocteles de indita ya hacían efecto y en parte por que a cualquiera se le antoja bailar el jugo de piña. Bailando los primeros, empezaron todos los demás.

Con una faja roja y amarilla comprada en el mercado de artesanías de la zona trece, Gladis marcó su recién liposuccionada cintura. La cintura no le duró mucho claro, empezando por que se pasó toda la fiesta tras las bandejas con chiles rellenos en miniatura, pero su liposucción era casi, casi tradición anual, así que en realidad no le importaba gran cosa. Lo que sí le importó, y mucho, fue que Clarisa no se dignara saludarla a ella, pero sí a Gabriela, la nueva esposa de su ex, que, encima, también había optado por una faja casi igual a la suya. Por supuesto, en realidad Clarisa nunca alcanzó a saludar a Gabriela – a nadie, de hecho – pero Gabriela mintió, tal como hacía siempre que veía una oportunidad jugosa de molestar a Gladis sin manifestar tan abiertamente el obvio desagrado que sentía por ella. Todo es cuestión de percepción.

Nadie en realidad se percató durante la fiesta que Clarisa no estuvo. Ni recibiendo, ni saludando, ni atendiendo, ni ordenando, ni despidiendo. ¿La culpa? Su horror a las cucarachas. A las ocho y cuarto, casi lista, Clarisa sacó de una bolsa plástica grotescamente empolvada que estaba hasta arriba en su clóset, el güipil tejido con hilos de seda que había comprado hacía catorce años en Chichicastengango (lo único que compró la única vez que fue) y del que convenientemente se acordó, para ponérselo junto con una espectacular falda roja de Carolina Herrera. Entre tanto preparativo, se le había pasado bajarlo desde el día anterior. Pero antes de ver siquiera el güipil, del que no se acordaba muy bien (¡Ojalá combine con rojo!), salieron de la bolsa al menos una docena de cucarachas, de esas grandes y gordas. Ni el grito pudo pegar, porque el desmayo le vino antes. Al caer, recta y de frente por lo apretado de la falda, se pasó quebrando la nariz contra una de las repisas del walking closet y murió, a los pocos minutos, asfixiada en su propia sangre, que sí combinaba muy bonito, eso sí, con su atuendo.

¿Y quién la encontró? Preguntó Gladis en el velorio, todavía con ganas de más chilitos rellenos. Pues gracias a Dios, mirá la casualidad que Tono estaba buscando no se qué con un mesero justo en el cuarto de Clarisa y ellos la encontraron, chula, djjo Eugenia con un tono neutral bastante raro en ella, dada la circunstancia. Con la nariz rota, llena de sangre y tres cucarachas aplastadas pegadas en la frente...Pero al menos puede irse tranquila: la percepción general es que otra vez dio la mejor fiesta del año.

viernes, 23 de abril de 2010

CHOJIN (cuento)

Tal vez por haber nacido en las faldas del Pacaya y llamarse como se llamaba, el destino de Gladiola estuvo, desde el principio y hasta el final, ligado anormal y misteriosamente al reino vegetal. Sí: Desde niña le gustaban las pacayas envueltas en huevo y, mientras más amargas, mejor. No: No era bella y agraciada como las flores, sino todo lo contrario. Tendía a quedarse parada por mucho (muchísimo tiempo) en un mismo lugar, con la mirada fija en un solo punto y su piel tenía un ligero tinte entre amarillento y verdoso. El pelo era seco, pajoso; la nariz bulbosa, con tantas venitas que parecía siempre estar oliendo una berenjena. Creció a cargo de su tía Enriqueta, quien muy pronto supo que en la escuela no funcionaría; dejo, entonces, de mandarla a estudiar. Lo poco que Gladiola sabía del mundo le fue enseñado, amorosamente, por la tía Enriqueta, quien aprovechó los sorprendentes dotes de Gladiola para la cocina y el jardín y la educó certeramente en esos aspectos. En su ignorancia, Gladiola creció feliz y totalmente desinteresada en el amor de los muchachos; desinterés recíproco, como es natural con las chicas feas y solitarias. Tal falta de atención a los menesteres de las relaciones de pareja, fue, por demás, conveniente para la tía, quien sufría de una enfermedad degenerativa que, poco a poco, la fue haciendo cada vez más chiquita y transparente. El día que Enriqueta murió, Gladiola, con la nariz más morada que de costumbre, estuvo parada, quieta y muy tiesa, por casi veintisiete horas, contra la pared blanca de la habitación que ambas compartían.

Sola en el mundo y no muy brillante, no le fue fácil conseguir trabajo; sin embargo, luego de demostrar lo bien que sabía encontrarle el punto a las verduras, se quedó como ayudante de cocinera en un hotelito de la zona diez de la capital. Pagaba renta en un cuartito en la parte fea de la zona catorce que tenía una rama grande con bouganvilias que colgaban por la única ventana.

Una tarde, mientras buscaba loroco en la Despensa Familiar que le quedaba en camino a su casa, Gladiola encontró lo que su tía Enriqueta siempre deseó: el amor. Y a primera vista, ni más ni menos. En cuanto Gladiola lo vio, supo que era para ella. Sólo para ella. Era considerablemente más grande que los más grandes que había visto antes; rojo intenso, con algunas protuberancias que le parecieron encantadoras. No dudo en tomarlo y jalarlo para ponerlo en su canasta, sin siquiera ver el precio. “Este rabanote es mío”, pensó con una sonrisa pícara y un corazón extrañamente palpitoso. Tuvo que comprar el manojo, claro, pero los demás rábanos, los chiquitos, fueron a dar al bote de basura casi en cuanto cerró la puerta del cuartito. Nunca antes lo había hecho, pero automáticamente supo cómo. La ropa tirada en el suelo, el calzón a los tobillos, el brassiere a medio quitar; la mano izquierda, sosteniendo firmemente el rábano gigante, que no se escapó de ser olido y besado en cada bultito. Nunca pensó un rábano ser usado para dar tanto amor, pero así fue y Gladiola se amó y amó al rábano por amarla tan tierna y eficazmente. No fue sólo una vez, por supuesto: todo el mundo sabe que los rábanos siempre se repiten.

Al cabo de un par de meses, las yemas de los dedos y los labios de Gladiola (todos) estaban teñidos irremediablemente de rojo. Su sonrisa, tatuada permanentemente en ese rostro del que Ramón, el patojo del mercado, siempre se burlaba. “¡Hoy sí le conseguí unos bien grandes, doña Gladiola!”, gritó Ramón, mientras corría a alcanzarla con tres manojos de rábanos que parecían pelotas de tennis.