Abrió los ojos en medio de la oscuridad húmeda de su cueva. Esta vez había sido más difícil salir de la pesadilla. Chorreaba sudor desde las arrugas de la frente amarga. La quemadura de la pierna derecha, pese a ser ya sólo una cicatriz, le palpitaba de ardor como si fuera herida fresca. La pesadilla, claro, sería sólo eso, de no estar maldita con las formas, los olores, los calores, los ruidos, los horrores precisos – exactos – que había vivido hacía tantos años, al haber sido bendecido (¿bendecido?) por Jehová. En realidad nunca supo, ni siquiera en el preciso momento en que ocurrió, si salvar su vida había sido de verdad un premio del Creador. Ciertamente no se sentía así. Nunca lo llegó a sentir así, de hecho. De su tío Abrahán no volvió a tener noticias desde la huída de Sodoma hacia Zoar, pero su corazón le seguía amando a él, a su barba blanca y a Sarai, su mujer. Su mujer. Cómo extrañaba el abrazo apretado de su mujer, la que fue suya, la que Jehová le quitó. Se la quitó. Su corazón latía acelerado aún. Una lágrima, rodando por su mejilla, se confundió con una gota de sudor que, juntas, fueron a dar a sus labios. Sabor salado: su mujer.
Lot, así, acostado en el suelo de la caverna, temía a veces, por supuesto, a la ira de Jehová. No debía, se supone, anidar dudas, ni rencor alguno; menos este odio que albergaba en su corazón, que a veces, muchas veces, se sentía oscuro y caliente, como la cicatriz de su pierna. Sin embargo, estos sentimientos, no los podía soltar: no los quería soltar. Dejarlos ir sería dejar ir también el recuerdo de ella. ¿Pero podría ser de otra forma? ¿Debería acaso ser feliz? Imposible. Jehová, de todos modos, no se enteraría; no podía saberlo todo y así estaba demostrado. Si dudar de él, si odiar a Jehová merecía castigo, Lot habría sido quemado junto con las ciudades. Habría sido muerto desde el preciso momento en que esos hombres que había salvado horas antes lo forzaron a abandonar su hogar, porque detestó abandonarlo. Habría fallecido, maldito como sus sueños, desde que escuchó morir, a sus espaldas, a los pequeños hijos de Gomorra, a los que disfrutaba ver jugar en la arena – niños pagando por el pecado de su origen, no por el propio – porque no soportó escuchar sus gritos ni luego su silencio. Habría sido fulminado al darse cuenta que el olor de su carne, la de ella, la piel de sus mejillas, su vagina exquisita, guarida preferida de manos y lengua, de pronto eran sal. Sal: su mujer.
La claridad del próximo amanecer iluminaba ya los rincones. Pero ni la luz del día era esperanza del fin de la pesadilla. El sol era, más bien, la promesa de otra noche como la anterior y como la anterior y como la anterior y como la anterior a esa, también, en que veía por fin, en pesadilla, la lluvia de infiernos que, en su momento, le fue prohibido ver. No quería más. No podía ya ser Lot. Lot, el sobrino desterrado. Lot, padre de dos hijas ya desaparecidas, primero ofrecidas a los viles y luego vilmente devoradas por el incesto. Lot, padre borracho de sus propios nietos inmundos, que ya no estaban, tampoco. Lot, único morador hambriento de una cueva perdida; un enemigo de su propia vida, que, se supone, había sido salvada por dos ángeles como premio a su bondad. Le escupo a mi bondad como le escupiste a mi vida.
Antes que el sol saliera, solo, sin Jehová como testigo – porque Jehová de verdad no lo sabe todo – se levantó Lot, anciano y desnudo, de la orgía de telas y pieles en que fingía dormir cada noche, porque en vez de dormir sólo sufría recordando ese día y los días después de ese, que fueron todos sufrimiento. Su muslo negro, quemado en la huída por un trocito de llama que cayó del cielo, ardía ya menos que el odio de años tatuado en su pecho. Ya es hora, supo. Y en cuanto lo supo, caminó, cojeando, hasta el fondo de la cueva, donde estaba el cofre. Con cada paso hacia el cofre, el odio se hacía menos odio y se convertía en amor. (De ahí el famoso dicho que, como a Sodoma y Gomorra, también ya lo quemaron). Ahí, a oscuras, donde vivía esa serpiente gorda cuya mirada fija él fingía ignorar, estaba su cofre: el cofre donde la guardó. Nunca antes lo había abierto; sus hijas nunca supieron de él. Las putas esas que, con tal de parir, estrenaron sus clítoris con la carne de su padre, no lo vieron levantarse una noche, borracho, a recoger desesperado los restos de la columna de sal ni guardarlos en la cajita de madera que estaba, sin explicación y quién sabe desde cuándo, en la cueva que eligieron para vivir.
Abrió el cofre con la misma ternura con que frotó su pubis por primera vez y, aunque sólo era sal, creyó ver entre los granos blancos, el par de hermosos pezones que siempre lo invitaban a chuparlos. Gimiendo llenó sus manos y frotó la sal contra su rostro. La besó. Era una sal suave que le supo a miel y a pusa mojada. Puño tras puño, frotados violentamente contra la piel de Lot, su cuerpo se fue empapando de lágrimas y babas; luego sangre, porque los granos eran duros y punzantes. Era Lot una masa salada de calentura y amor. Te extraño. Te amo. Se lo frotaba duro y la sal le quemaba el pene, deforme por la circuncisión forzada ya como adulto; sus dedos salados se le metían por el culo, tal como lo había hecho ella, siguiendo los consejos de sus amigas sodomitas. Odié a Jehová porque ya no eras tú, pero ahora sé que tal vez nunca dejaste de serlo, dijo, sintiendo su presencia. Pero la sal no respondía. La sal sólo era sal.
Y ahí estaba el viejo desnudo, hincado solitario en el suelo sobre un charco de granitos blancos, con la verga erecta, llorando por su ausencia, que quemaba como se quemaron Sodoma y Gomorra con el fuego del cielo, ese otro fuego, el que no es amor de Dios. Lot, de vivir tantos años viendo hacia atrás, era sólo lágrimas y sudor. Igual que ella y por lo mismo que ella, también ya era sal. Los dos, por fin: sólo sal.
Referencias: Génesis 11:27 a 11:32 y Génesis 18:16 a 19:38, “Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras”.
el amor es más fuerte que todo.
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