Como todos los jueves en exactamente el mismo lugar y casi siempre a la misma hora, el paso del viejo Benigno se había vuelto muy lento, casi a la mitad de lo normal. Salía de su casa más o menos a las ocho treinta, luego de su desayuno frugal de avena instantánea de microondas y de hojear la misma vieja revista de agosto de dos mil siete, llena de vestidos que estaban de moda hace casi cuarenta años. Hasta antes de llegar al punto donde bajaba el ritmo de la caminata, se movía con bastante agilidad pese a sus muslos gruesos y a la expresión perennemente arrugada de agotamiento. Pero ni la edad ni el vacío de vivir completamente solo le dolían ya. Esa ausencia había sido su fiel compañera desde los tiempos de la revista que guardaba religiosamente, después de hojearla sin leer, bajo el peso del colchón. Como lo que Benigno esperaba caminando lento no ocurría, prefirió detenerse; bajar más la marcha se habría visto (y sentido) muy tonto. Siguió con la vista la ruta de un pájaro que no estaba herido, pero que igual le recordó la canción. La ocurrencia de la trágica balada trajo a sus ojos una sonrisa; sus labios hace tiempo que no se torcían con una. Bajó la vista al suelo y metió las manos entre las bolsas del pantalón. No había nada más que hacer. No había siquiera un solo chiclero con quién perder el tiempo y disimular esta espera que le provocaba un nudo en la garganta cada mañana de jueves. Leía mucho estando en su casa, pero sentarse a esperar leyendo un libro así, bajo estas circunstancias, habría sido demasiado obvio; habría traicionado su orgullo.
Mientras su corazón latía fuertemente por el miedo de la espera, la figura que Benigno ansiaba ver se asomó por la esquina. Se distinguía a lo lejos su espalda ancha ya más o menos curveada por la elección de vida desordenada, la cabeza redonda y calva, el porte de soberbia desgastada (pero aún soberbia). Urgentemente, Benigno se dio la vuelta para quedar de espaldas a quien se aproximaba y comenzó a caminar, otra vez muy lento, para dejarse alcanzar sin que fuera obvio; mientras, la otra figura aceleraba discretamente el paso para alcanzarlo, procurando que no se notara que trataba de alcanzarlo. Una vez lo logró, el viejo recién llegado se colocó al lado de Benigno. No se vieron más que de reojo; pero como cada jueves, caminaron juntos sin hablar por casi dos horas en que el corazón de ambos latía de prisa por una mezcla de ansiedad, nervios y regocijo por la sapiencia mutua del estar ahí. Benigno podía sentir el aliento alcohólico del viejo recién llegado. Hoy el tufo era mucho más fuerte que las otras veces. La barba blancuzca y desordenada, dejada crecer a medias y sin mantenimiento alguno, paradójicamente, le daba al viejo recién llegado un cierto aire de borrachera interesante, de resaca digna y bien merecida.
La semana anterior había sido el viejo bebedor quien esperó a Benigno, también tratando de disimular la impaciencia y la intranquilidad de que su silente compañía de los jueves en la mañana no llegara ese día y – peor aún – que esa ausencia significara que no llegaría nunca más. La sola idea de que las mudas caminatas semanales cesaran, hacía que el recién llegado necesitara varios tragos de ron, que debían esperar hasta estar de regreso en su casa.
Durante las dos horas de caminata semanal, tanto uno como el otro evadían sus miradas; pendientes, eso sí, de la presencia constante del otro, de su respiración agitada. Después de todo, ya ambos rondaban los setenta años y caminar dos horas no era cosa de risa. Llegado el punto en donde normalmente se separaban y en contra del arreglo tácito de no hacerlo – que había existido desde que por casualidad se toparon en la calle después de muchos, muchos años sin saber el uno del otro – Benigno lo vio a los ojos. En el solo segundo por el que sus miradas se cruzaron, ambos comprendieron que se verían la próxima semana (como había sido por los últimos meses) y que se deseaban bien, pero que probablemente seguirían sin cruzar palabra. El otro viejo, con expresión de orgullo y ante el gesto sorpresivo de Benigno, solo asintió con la cabeza, a modo de saludo. Dio la espalda inmediatamente, de vuelta a su casa. Ya necesitaba beber. El corazón y la cabeza le latían tan fuerte que pensaba que sólo un buen trago le quitaría ese malestar. No me gusta sentirme mal, pensó. No tengo porqué. Pero sí tenía.
Por diecisiete semanas más (Benigno las marcaba en un calendario, el ridículo de Benigno, como sabía que el otro viejo, seguro, pensaría si supiera que llevaba la cuenta), las caminatas de los jueves siguieron su rutina. No hubo más retardos; no hubo más miradas directas. Siguieron sin palabras. Pero ambos llegaban, no sólo porque querían llegar: necesitaban hacerlo, necesitaban saberse presentes.
Un jueves de diciembre, en el punto de encuentro, dieron las diez sin que Benigno apareciera. Era primera vez que el otro viejo llegaba sin haber bebido el día antes y había esperado que su sobriedad fuera notoria. Sin malestar de goma y sin alcohol rezagado en la sangre, estaba lo suficientemente lúcido para sentir que esta espera le dolía como hace mucho tiempo no le había dolido algo. No podía buscar a Benigno, porque no sabía dónde vivía. ¿Y si le pasó algo?, pensó con un nudo en la garganta, que ya empezaba a pedir alcohol para lubricarse. En la desesperación que le comenzaba a tupir la mente – nublada de por sí con en la insistencia del guaro – el viejo comenzó a notar a algunas personas que recordaba ver pasar usualmente en su recorrido semanal.
Esta vieja una vez le dijo buenos días. Disculpe, señora ¿no sabe dónde vive el señor Benigno? ¿no? Disculpe, ¡hey, señor! ¿conoce a don Benigno? ¿no? Bueno, gracias. Disculpe. ¿Usted, sabrá dónde vive un Benigno? ¿Que cómo es? Así, asá... Sí, correcto; sí, cabal, camina todos los jueves por esta calle. ¿Todos los días? No sabía...yo sólo lo veo los jueves. ¿No lo ha visto en tres días? ¿Que estaba enfermo, dice? ¿Entonces es en tal calle? ¿En la casa de puerta turquesa? Está bien, muchas gracias.
El viejo corrió – o intentó correr como pudo – a donde le habían dicho que vivía Benigno. Tocó a la puerta turquesa, el color favorito de Benigno. ¡El mismo gordo ridículo!, pensó, sorprendiéndose a sí mismo por el familiar sentimiento de desprecio/cariño. Recordó un momento, hacía cuarenta años o algo así, en que Benigno le había comentado que su casa, efectivamente, tendría una puerta de ese color. Le había gustado la idea, aunque él la habría preferido dorada. La puerta se abrió y una señora le preguntó qué buscaba. No tuvo nada más elaborado qué decir que Busco a Benigno. Al informarle sobre su nombre, la señora de la puerta le dijo, entre lágrimas, que Don Benigno ya no estaba más allí, que había estado muy enfermo de pronto, pero que, de hecho, tenía algo para él que Don Benigno había dejado en su mesa dos noches antes de partir. Como no conocía al destinatario del encargo, la señora no se había preocupado demasiado por qué hacer con éste, pero se sintió útil y con misión cumplida al entregar los objetos así, aunque fuera muy casualmente y sin haber hecho el menor esfuerzo. El viejo recibió, así nada más, en sus manos, la revista de moda de dos mil siete y un ejemplar de “El amor en los tiempos del cólera” en cuyas portadas estaba escrito su nombre con la misma letra redonda que recordaba de Benigno. Adentro del libro, dos separadores ilustrados con mariposas marcaban cada uno páginas que, a su vez, tenían pasajes subrayados con marcador fluorescente azul. El primer pasaje subrayado decía: “Sólo Dios sabe cuánto te quise”. El segundo, “Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado”.
El viejo cerró los ojos un instante sin saber qué pensar ni qué sentir; pero pensó en los besos de Benigno, que siempre, mientras estuvieron juntos hacía tantos años, le parecieron demasiado húmedos, demasiado salivosos. Apretó la revista enrollada en una mano y dejó el libro tirado frente a la puerta roja, por ridículo. Se acordó del primer pedo que dejó escapar enfrente suyo, que no fue de intimidad y de confianza (como pensó Benigno), sino de burla e irrespeto. El resto de su relación fue igual que ese pedo y ahora, otra vez, sintió lo mismo. Se fue caminando a su casa, muy despacio. Ya no le dolía la cabeza.
El miércoles siguiente volvió a beber hasta quedarse dormido de rodillas en el piso. El jueves, a las ocho en punto, se arregló más que de costumbre y salió a caminar por un nuevo recorrido; por una calle donde había escuchado que, quizás ahora, vivía otro viejo amante, ese sí de mejor familia que Benigno.
¡¡INCREÍBLE!! Me hiciste llorar y morirme de la risa de párrafo a párrafo
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