Hueco, le gritaron hoy otra vez a Sebas en la clase de educación física, mientras corría, según él, muy recto y muy machito. Hueco, le habían gritado también ayer mientras abrazaba sus libros para llegar a lite, su clase favorita. Hueco, le habían dicho prácticamente todos los días en el colegio desde que tenía doce, aunque él fingía no oír o, cuando no quedaba de otra, pretendía reírse divertido por la broma. Meses antes, tratando de forzar una voz varonil, a veces respondía ¡hueco vos! o ¡tu madre!, hasta que Raúl le rompió el labio de un puñetazo y todos, todavía con más burla, le dijeron, naturalmente, hueco. Hueco, por estar en el club de teatro. Hueco, por no querer jugar fut. Hueco, se dijo él mismo, con asco, por haberse masturbado pensando en la espesa nube negra del pelo púbico de Raúl, que vio (haciendo como que no vio) cuando se fueron al puerto con todos los de la clase para celebrar el fin de su seminario “Causas de la desnutrición infantil en San Juan La Laguna”. ¡Puta, qué hueco!, se rió Raúl al verlo llorar, huecamente, por un niño de siete años que parecía de cuatro.
¡Qué asco los huecos!, dijo su papá en la tienda de tacuches al ver a un hombre que, aunque no lo parecía, tenía puesta una camisa rosada con corbata lila. Sebas, entonces, mejor se compró una blanca y una corbata azul con amarillo para la fiesta de graduación. Esa abominación le da asco a Dios, que la vomita, le contó su primo que había dicho el pastor cuando se lo preguntaron en el grupo de jóvenes. ¡A huevos!, respondió Sebas, con voz muy segura y masculina. Pero hueco se sentía por el tremendo miedo que le provocaba lo que fueran a decir de él los de su clase en el testamento de la otra semana, frente a toda la secundaria. Quinto bachillerato había sido un año difícil. Casi todos tenían novia, menos él. Él, que sí, cabal: era un hueco abominable y asqueroso que se tocaba pensando en sus amigos de la clase.
Se comió el brownie con leche que le llevó la muchacha, que ya sabía reconocer cuando Sebas regresaba triste. Apagó la tele y se levantó, decidido. Fue al cuarto de su hermanito y abrió la gaveta. Tomó la pistola verde fluorescente, que estaba cargada; cerró la puerta con llave y se sentó en la orilla de su cama. No iba a eso, pero pensó en las axilas peludas de Raúl, tan negras como sus pelos de la verga. Dejó la pistola de lado y se masturbó otra vez, muy rico. Se limpió el semen de la mano en su propio pelo púbico y así, sentado con el pantalón y el calzoncillo Zara en los tobillos, pidió perdón a Dios por lo que había hecho otra vez. Ese dolor en el pecho, ese nudo en la garganta, otra vez. Otra vez ya no, dijo quedito. Tomo de nuevo la pistola y la puso en su frente, respirando con dificultad, el dedo en el gatillo. ¡Otra vez ya no, mierda!. ¡ Clic, clic, clic, clic, se disparó la pistolita, mientras el agua le chorreaba por la cara y se confundía con las lágrimas silenciosas, lágrimas de adulto, que rara vez lloran en recio. ¡Otra vez ya no! Algo, sintió, se había muerto.
¡Mirate a ese gran hueco! le dijo Sebas a su novia, que sonreía muy divertida, mientras veían despectivamente al chavo ese que se sentaba hasta adelante en la clase de la U y siempre tomaba notas con lapiceros de colores en su cuaderno forrado de fucsia. Pero Sebas le estaba viendo las nalgas.
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